BERGHOF
de Miguel Galindo del Pozo
Es cierta la elasticidad del tiempo y del espacio, y por todos conocida, pero poco son los momentos (qué curioso utilizar momentos, medida temporal para hablar de la relatividad de este) en que afortunadamente (la mayor parte de las veces) o desafortunadamente (las menos) caemos en cuenta de esta. Una sensación de esa realidad, como visionaria, lúcida, fugaz, instantánea (otra vez) y esclarecedora es la que ahora surge en la cabeza de Joaquín.
—¿Para qué mi férrea voluntad, mi vocación inamovible, mis firmes principios de toda una vida en esta situación? —pensó sin querer escucharse.
Para Joaquín, tantos años confinado en el mismo espacio, con las mismas personas (es un decir, la muerte o la vida obligaba a que el número de personas variara ligeramente), diferentes nacionalidades (y nacionalidades dentro de las naciones, nacionalistas, simpatizantes de la unión global…), situaciones económicas, gustos sexuales y caracteres (humanistas, escolásticos, vividores…) no habían significado nada hasta ese preciso instante. Las mismas opiniones no habían variado ni un ápice con su forzado traslado espacial y temporal.
Nunca permitió a su moral un momento para el amor, por loco o lógico que fuese, ni entendió el de los demás. Nunca cambió sus formas de hacer y vivir frente a las costumbres y usos que compartía obligatoriamente con los demás confinados. Diferentes horarios, comidas, fes, sentido del humor e idiomas no llegaban jamás a penetrar un milímetro de su piel.
La clave estaba en sus aspiraciones en la vida, que quería conseguir a toda costa. Virtud esta nada despreciable a mi entender. Entiéndase, Joaquín era lo que vulgarmente se conoce como un hombre bueno. Esta diversidad humana no la vivía con intolerancia, admitía todo el abanico humano, pero su abanico era otro, diferente al de los demás, particular, propio, y lo guardaba en su interior de modo recóndito, sin mostrarlo ni a las personas más cercanas a él.
Todo cambió con Maruja días antes de su muerte. En su fuero interno sabía que algo no iba bien, que la vida quizás era todo lo contrario a lo que había hecho y se permitió acercarse a ella. Maruja, la de los pechos hermosos y exuberantes, de otro país, otra cultura, otro idioma. Junto a la chimenea se les vio hablando calladamente y en confidencias, con rubor en las mejillas y ojos lacrimosos.
—¿Para qué mi férrea voluntad, mi vocación inamovible, mis firmes principios de toda una vida en esta situación? —pensó sin querer escucharse.
Y en aquel instante fugaz y eterno del tiempo y el espacio comprendió.
Sevilla, 4 de abril de 2020 Miguel Galindo del Pozo
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