Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


Actividades
Realizadas lupa

Primer Concurso de Relatos Breves

UNA APUESTA MACABRA
de José Mª Morales


Ilustración de Fernando Sáez
Ilustración de Fernando Sáez

Cansado de escuchar los chistes fúnebres del sepulturero, Pepe el Majareta lanzó la apuesta en la barra del bar: iban las copas del año a que era capaz de clavar en el madero del fondo del cementerio trescientas sesenta y cinco puntillas en los próximos doce meses.

Pretendía con el envite acabar con sus jarros de agua fría y beber vino tinto a su costa; quitarle la fea costumbre de recordarle a todo quisqui los agujeros tan hondos que cavaba su pala; siendo como era, el encargado de darle a cada cual lo suyo, palada más o palada menos.

El enterrador aceptó el reto sin mudar de postura ni variar de conversación: algún día miraría desde arriba al Majareta; metido en un hoyo, dentro de un ataúd. Soltó una carcajada destemplada y pidió un vaso de vino a cuenta del zumbado; se rió de sus ganas de despertar a los muertos, le tosió en la cara y le prometió asistir a su sepelio.

El Majareta decidió entonces iniciar la cuenta aquella misma noche: la madrugada del diecinueve de marzo tenía tanto trapío como pudiese tener otra cualquiera y a él no le daba reparo alguno comenzar a agujerear el madero en el día de su onomástica.

Andaba sobrado de fuerzas para enfrentarse a unos pobres mudos que andaban en los huesos. Aquel camino distaba mucho de ser la boca del lobo: él conocía al dedillo la vereda del camposanto y tenía redaños de sobras para ir por ella a ciegas: temía más a los vivos que a los muertos.

Los ruidos de la madrugada eran los propios de las sombras. Lo mismo le daba la luna llena que la noche cerrada, el bochorno que la tormenta. Fue a su casa y cogió la pelliza y el martillo, dispuesto a clavar la primera puntilla.

El lapidario no mudó de talante al contar siete clavos la primera semana: le quedaba mucho al Majareta por clavar, aunque pasease su sonrisa destartalada por el pueblo. Su comienzo había despertado cierto interés, pero le quedaban muchos meses por delante y el final se le antojaba previsible: cualquier día se llevaría un susto.

Las apuestas señalaban que su tozudez no resistiría el empuje de sus desvaríos; el frío, la lluvia, el barro o las enfermedades; las apariciones, las voces; los rumores, los susurros, los silbidos del viento; las lápidas, las cruces, los fuegos fatuos.

Con la primavera, la gente salía a las afueras del pueblo a verlo pasar: las noches apacibles abonaban su quimérico propósito y atraían a los jovenzuelos que lo acompañaban desde lejos hasta la reja del cementerio.

El verano pasó de largo y dejó un reguero de mozas preñadas tras las oscuras encinas.

En otoño se despejaron los caminos: las borrascas pusieron una nota de incertidumbre en el panorama y llenaron de cavilaciones los braseros: cuando pasaba Pepe por la última cancela del pueblo, la voz de los mastines se apoderaba de las laderas de los montes.

Pero el Majareta, aún en pleno invierno, continuó impávido con su tarea y llegó incluso a permitirse la temeridad de pernoctar con los ojos abiertos en tan gélida pensión, de esperar con un termo de café y una botella de ponche la presencia de las primeras luces, del sepulturero y de los curiosos.

Llegadas las navidades sus partidarios le sacaban brillo a su euforia, le ofrecían su apoyo incondicional; le aplaudían la cabezonada de amargarle los entierros al malhablado de la pala, de obligarle a llevar en su oficio cara de circunstancias.

Sin embargo, sin causa aparente, a partir de entonces, el discurrir del tiempo introdujo al Majareta en un peligroso estado de excitación. Al llegar el calendario a la hoja del mes de marzo, empezó a oler las mieles del triunfo y su tufillo lo llenó de impaciencia. Alérgico a la espera, fue pasto de espasmos nerviosos y de picores histéricos.

Perdió la cabeza, cercano el momento de sentenciar. Descuidó su aspecto; ignoró el jabón y comenzó a dormir con la ropa puesta: cuando menos se esperaba, la apuesta empezaba a revelar su auténtica crudeza.

La semana postrera parió siete días estirados y lentos. El dieciocho cogió el camino a oscuras: la luna había desertado tras una espesa cortina de nubes aciagas. Los árboles se movían airados, cuando Pepe dirigió sus pasos a la mansión eterna.

Como todas las noches, sorteó el candado de la cancela por el sitio más bajo de la tapia. En la frontera de la vida y la muerte, los álamos se estiraban serios en la noche rigurosa. Al fondo, entre los últimos nichos, estaba el madero plagado de puntillas.

El martillo colgaba de su cinturón; encendió un cigarro y sacó un clavo del bolsillo. La seriedad de la madrugada obligaba a tantear el camino. Pisó unas malvas, tropezó con una cruz. La proximidad del desenlace le trastocó los nervios: sintió pánico por primera vez, comprobó cuán frío era el aliento de aquel lugar deshabitado.

Atento a cualquier movimiento, dio unos martillazos incongruentes, se enfrentó al terror sin ton ni son. La quietud de las lápidas era la misma de otras noches, pero su fortaleza mental se había diluido en la oscuridad tenebrosa de la ultratumba. Rodeada de floreros, su mente empezó a dejar de ser suya; a ser acólita del miedo, de un insufrible pavor.

Sin darse cuenta, clavó un pico de su abrigo a la par de la puntilla y, al volverse como justo vencedor de la disputa, se sintió sujeto por detrás. Creyó que la mano de un cadáver lo retenía junto a su tumba y un latigazo restalló en su corazón.

Sus partidarios esperaban su regreso en la explanada, gritaban consignas contra el sepulturero que lo había calificado de héroe de manteca. Con los vítores afinados, deseaban cobrar sus apuestas y celebrar de largo el acontecimiento: aún desconocían que el Majareta, después de ganar el envite, había caído entre los sepulcros con ojos de espanto.

Después de teorizar a su aire, con la pala en ristre, Juan el sepulturero pagó la cuenta a regañadientes. Su mala suerte lo hizo blasfemar: se hubiesen cambiado las tornas de haber sucedido la desgracia una noche antes. Soltó los billetes de mala gana; pero al día siguiente, al empuñar la Bellota, cambió de cara y sonrió socarrón camino del tajo.

José Mª Morales

-Bases y relatos recibidos-

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