Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


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Primer Concurso de Relatos Breves

LA BRISA Y LA LAURA
de José María Luján Murillo


Hubo un lugar, en otro tiempo, en el que el uno permanecía y el otro transcurría. Hasta que todo se vino abajo, o arriba, o a un lado, porque ya no estaba allí el lugar, no había lugar. De aquello no quedó aire, piedras, tierras, aguas, vegetales, animales, frío o calor, personas o nubes que pudieran explicar qué había pasado. Solo sabemos que, tras mucho persistir, aquel espacio desapareció y el tiempo se quedó sin nada que contar y se detuvo o, lo que es lo mismo, se desvaneció. Algo debió hacerse mal para que todo sucumbiera. Peor aún, desapareciera dando a cambio nada, la nada, la ausencia de cualquier materia, idea, sensación o sentimiento.

Lo que sabemos de aquello es gracias a una mujer muy anciana que sabe hablar con el viento; para ser más precisos, hemos de decir que dialoga con los vientos, pues estos son muchos y variados, como todo en la naturaleza. Cada uno de ellos viene de y va a donde su naturaleza le requiere, de forma que esta señora siempre tiene temas de conversación variados. Si hay un dónde, es que hay un lugar y el viento, al no desgastarse, perdura a todo, incluso al tiempo, por lo que bien pudo haber estado en ese no lugar del que hablamos. Asegura la anciana que cuando el viento no tiene prisa, es brisa que se detiene con ella y le narra lo que hubiera visto por los espacios que visitaba.

A cambio de que le refirieran cuanto hubieran observado en sus viajes perennes, la mujer les hizo -y cumplía- la promesa de que, si observaba que alguno de los vientos no se hacía presente en cualquiera de sus formas, ella agitaría su pañuelo y así, aquel que se hubiera perdido, entretenido, retenido, o que por cualquier circunstancia estuviera impedido, podría encaminar su vuelo hacia donde ella se encontraba. La mujer a todos acogía y con ellos se encariñó, reconocía a cada tipo y les dio un nombre según su carácter o forma de aparecer; a los más fuertes los llama Ventisca al que mora por las gargantas y cimas de los montes, Galerna si es súbito y borrascoso, Zarzagán al muy frío y fuerte, Huracán si además de enorme gira a gran velocidad sobre sí mismo, Corriente si se presenta en el interior de las edificaciones, Torbellino si es un remolino que avanza rápido, Ábrego cuando trae lluvias, Bise si se acompaña de frío, Calima si trae polvo y calor, Tornado, Remolino, Vendaval, Tifón, Céfiro, Ventarrón…, y a los benevolentes, Brisa, Aura, Hálito, Soplo, Aliento, Caricia, Vaho…; o según su procedencia: a los del norte, Terral, Tramontana o Etesio, al del noreste Gregario, a los que proceden de donde nace el sol, Solano o Levante, si vienen del sudeste, Siroco, si del sur, Ostro, a los del suroeste, Lebeche, si llegan desde el oeste, Poniente, y si del noroeste, Mistral; Y muchos más en función de sus peculiaridades.

Ignoramos cuál de ellos fue, ni la anciana lo sabría decir debido a sus muchos años, lo cierto es que uno de esos vientos - ¡Dita sea!, -debió exclamar-, no recuerdo su nombre por más que me esfuerzo- quiso revelarle lo que había visto muy muy lejos de allí. Por boca de aquella mujer, conocemos esta historia que dice así:

… Allí donde hubo un lugar, el viento removía las aguas y estas pulían las piedras reduciéndolas a menudo a minúsculos granos que acompañaban al viento en su incesante tarea de abatir cuanto se interponía en su camino. De las tierras y las aguas surgía la vida más variada, cada una de esas formas tenía su propio ciclo, unas se iban y otras las reemplazaban; unas montañas desaparecían a la vez que otras emergían de los océanos; a la noche le sucedía el día, al frío el calor. De todo ello tomaba nota el tiempo que cobraba vida al medir el cambio de las cosas y de los seres vivos, a veces eran instantes fugaces, otras se prolongaban durante millones y millones de milenios y él no paraba de cronometrar.

De entre todos los seres que el tiempo pudo observar, uno de ellos se impuso al resto y quiso dominarlos a todos, incluido el propio viento, incluso al tiempo. En su torpe afán, impidió que cada uno actuara según su naturaleza le dictaba y dispuso que sus funciones y ciclos serían los que él y solo él pergeñara. A partir de ese momento, cada ser perdió el control sobre sí mismo y actuaba de forma incongruente con respecto a los demás, como si no existieran ni los necesitara. También ese ser dominante enloqueció, bueno, eso sucedía desde bastante antes. El agua de los ríos no sabía por dónde discurrir porque sus vías naturales habían sido ocupadas por la tierra y por cuanto aquel ser que se sentía superior construyó y arrojó sobre ellas; en su loco deambular, el amasijo de agua y barro arrasaba cuanto iba encontrando en el camino, árboles, animales, plásticos, edificios… y todo ese cúmulo de ponzoña desembocaba en los fondos marinos, de los cuales no pudieron nacer algas que alimentaran a otros moradores de ese medio ni, lo que es peor, generar el oxígeno que garantizara la vida. Así, poco a poco, todo se fue marchitando por asfixia y cuando desapareció el oxígeno, también se extinguió la capa de ozono que protegía aquel lugar del fuego solar, por lo que este expandió su voracidad sobre cuanto quedaba a su alcance y aquel lugar quedó engullido en un visto y no visto. Ese acto fue el último que pudo medir el tiempo y en ese mismo instante, también él se extinguió al no tener qué medir, algo con lo que le fuera posible dar sentido a su presencia.

También el viento agonizaba pues carecía del aire constitutivo de su existencia. Cuando sobre la nada se posaba su estertor de vida, esa reliquia de viento se sintió como mecido y trasladado lejos de lo que ya era un no lugar y desde la nada se hizo presente en un espacio ignoto que sí tenía vida.

Su viaje fue posible porque en otro lugar, una niña había agitado su pañuelo como si estuviera llamándolo a la vida. La brisa que surgió de aquel lienzo viajó y viajó por los espacios y pudo llegar al sitio donde expiraba este viento al que la desaparición casi había consumido, justo a tiempo para retornarlo hasta donde la niña lo esperaba.

Con ese viento llega también un minúsculo resto del no lugar, el único que logró sobrevivir junto a nuestro viento. Se trata de la semilla de una laura, la cual cayó en buena tierra y creció robusta. Entre sus ramas se posa la apacible brisa y le narra las historias de sus viajes, de todo cuanto ve por el mundo y los cielos, de los lugares que visita porque en ellos hay vida.

JMLM, Sevilla, abril de 2020.

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