Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


Actividades
Realizadas lupa

Primer Concurso de Relatos Breves

EXTRAÑO LIBRO
de Palomita con gafas


Si no te das prisa nos dejaran en tierra, dijo David con un tono de hastío, mientras paseaba nervioso por el salón, rodeando una y otra vez el perímetro de la mesa ovalada situada delante del sofá.

Vera no contestó, sencillamente frunció el ceño en un gesto de desprecio y siguió abriendo compulsivamente uno tras otro los cajones del armario. Al fin había encontrado lo que buscaba. Cerró la maleta y llamó a David para que la recogiera. Como almas que llevara el diablo salieron corriendo hacia la avenida. Casi sin aliento se sentaron en la parada del autobús. No habían transcurrido ni tres minutos cuando una comitiva de autocares se vislumbró al final de la calle. Vera y David ocuparon el asiento que les asignaron.

Maldita sea, pensaba David, unos minutos más y hubiéramos perdido nuestra oportunidad después de cinco años de espera. No soportaba los retrasos de Vera. Siempre llenaba demasiado las maletas. A él, por el contrario, le bastaban algunas prendas y algún libro de los que guardaba en el trastero. Solo cuando iba de viaje leía uno de aquellos viejos libros.

Cinco años…. Casi no recordaba dónde habían estado. Al menos aquella vez les habían enviado unos ficheros explicándoles los itinerarios que recorrerían. En esta ocasión tan solo les comunicaron la fecha y la duración del viaje.

Ya en el autobús una voz procedente de una grabadora explicó en qué consistirían las vacaciones. Se hospedarían en un macro hotel, y desde allí, cada día, se desplazarían a los lugares de visita. La hora de salida estaba prevista a las ocho de la mañana, y la vuelta para la cena. No estaba permitido bajar del autobús en ningún momento durante el recorrido y cada pasajero ocuparía siempre el asiento asignado.

Llegaron cuando ya se encendían las primeras luces de la avenida. Descendieron ordenadamente, cogieron las maletas y se adentraron en el enorme edificio. La megafonía anunció que la cena se serviría en una hora. Era preciso acudir a las habitaciones y dejar el equipaje antes de ir al comedor.

Vera, curiosa, ojeaba la decoración del gran salón. David, con desgana, se dirigió al tablón donde figuraba el lugar que les habían asignado en el comedor; una estancia con varias hileras de mesas de color gris metalizado, separadas más de dos metros unas de otras. Todo resultaba distante y ajeno. Los robots pasaban por las mesas depositando los alimentos en los platos. El sonido de los cubiertos se mezclaba con las conversaciones. David observaba a Vera. Estaba muy atractiva, sonreía sin parar y miraba a los demás comensales. Concluida la cena, pasaron por los pasillos unos músicos mientras las personas movían sus cabezas, tocaban palmas y reían. Ninguno se levantó. Entré las muchas normas a respetar en el comedor estaba la de circular por él solo para acceder a las mesas y para abandonarlo una vez terminada la comida.

A la mañana siguiente subieron al autobús que avanzó a lo largo de una carretera que bordeaba playas de arenas blancas y agrestes acantilados. El simulado sonido del mar se trasmitía a través de una grabación: olas que rompían, graznidos de gaviotas, viento silbando entre las rocas… Los viajeros iban vestidos con trajes exóticos. Resultaba curioso un atuendo tan variado para no bajar del autobús en ningún momento.

El día continúo su curso. En el propio transporte tomaron un leve refrigerio que les habían facilitado a la hora del desayuno y, a continuación, los cristales del autobús se oscurecieron automáticamente para que los viajeros descansaran. Terminado el reposo dio comienzo la segunda excursión del día. El autobús tomó una carretera que dejaba ver a ambos lados unos espesos bosques de exuberante y variada vegetación. La grabación emitía sonidos de viento que adornaban el balanceo de las ramas. Los pasajeros exclamaban regocijados ante el maravillo espectáculo. Vera, desde su asiento, miraba risueña a David, que, a duras penas, disimulaba su nausea ante la situación. No daba crédito a lo que estaban viviendo. En el último viaje que hicieron cinco años antes habían podido caminar dos horas por una playa y por un bosque, por turnos, por supuesto, pero habían paseado. Incluso habían visitado un museo en grupos de cuatro. No comprendía la alegría de una gente, a la que se le prohibía absolutamente todo.

Por las noches David no podía conciliar el sueño. El libro que estaba leyendo lo tenía inquieto, trastornado. Lo que se narraba en él le producía cierto desasosiego. Era evidente que se trataba de una ficción, pero algo en su interior le producía una extrañeza difícil de explicar.

Los días siguientes se sucedieron más o memos de la misma forma. Kilómetros y más kilómetros a través de carreteras interminables, sonidos de animales o climatológicos emitidos por la grabadora, y todos los viajeros ataviados como para ir al desierto, como para ir de caza….

Aquella última noche, desvelado como de costumbre, mientras Vera dormía profundamente, decidió entregarse de lleno a la lectura. Una vez de vuelta del viaje no podría leer. Ella no entendía esa extraña afición de su marido a los libros de papel habiendo tanto dispositivo electrónico. De hecho, cuando discutían, le amenazaba con tirarle aquella maldita caja de libros.

Solo leer el titulo lo sumía en un estado melancólico, no sabía por qué: “Transformación de la vida en el planeta por una epidemia de Coronavirus”…Excitado sobremanera no daba crédito a lo que leía. El libro narraba que hubo un tiempo en que las personas salían con libertad a la calle; se reunían a miles para escuchar música; salían a protestar cuando no estaban de acuerdo con los gobernantes; las parejas dormían en la misma cama; procreaban por ellos mismos; se bañaban en las playas; viajaban cuando querían por todo el planeta; tenían coches propios; hacían uso de trenes y aviones. Y lo más increíble de todo: no usaban mascarillas protectoras, ni guantes, ni tejidos especiales en sus vestimentas. Leyó y leyó hasta terminarlo. Era consciente de que se trataba de una historia de ficción, pero algo angustioso se instaló en él. Una especie de anhelo de esa vida inventada por el escritor, como si alguna vez él hubiera vivido de esa forma. Trató de descansar un poco. El libro era tan entretenido como absurdo, pensó que no merecía la pena y decidió tirarlo.

A la mañana siguiente el autobús los llevó de vuelta a su lugar de residencia. Vera estaba preciosa esa mañana con una mascarilla verde a juego con sus guantes y un traje de material aislante de rayas verdes y amarillas. Lo excitó verla tan alegre y tan satisfecha. Subió a su dormitorio, cogió el ordenador y activó su fichero de sexo conyugal. Lentamente fue desnudando a Vera. Primero le quitó la mascarilla, que desvelo una boca amplia, apetitosa; luego los guantes y el traje de rayas, que dejó entrever ese cuerpo que tanto le gustaba. La acarició virtualmente, la besó y recibió con agrado la descarga de placer que le proporcionaba el ordenador.

Quería a Vera. Era hora de formar una familia. Hablaría con el comité de procreación para que iniciaran el protocolo necesario.

Palomita con gafas

-Bases y relatos recibidos-

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