IMPREVISTOS
de Inmaculada Solís
Ella siempre soñó con su muerte y su entierro. Siempre iba a todos los sepelios que se celebraban en su pequeña localidad y siempre sabía quien había fallecido antes de que la vieja campana de la iglesia tañera a duelo.
Tenía su propia teoría sobre las bondades o maldades del finado. Se asomaba a la ventana del corral que daba a la calle ancha que terminaba en el cementerio y pensaba para sus adentros: “...qué buena ha tenido que ser, la calle va llena de gente”, o “que mal bicho, tan sólo van cuatro gatos…”
Soñaba con su entierro sin ningún remilgo. No entendía que la gente tuviera tanto reparo en hablar de ello. A fin de cuentas se está más tiempo muerto que vivo. “Aquí estamos de paso, le gustaba decir a los vecinos”.
Pero no soñaba con un entierro como la que sueña con imposibles. No. Ella fantaseaba dentro de sus límites. Muchas veces había ido a sepelios impropios de la clase social y de la forma de vida de los dolientes, y eso la sacaba de sus casillas.
Siempre lo tuvo claro. Dos ideas de fuste habían acompañado su existencia: morir en la casa que la vio nacer y tener un buen entierro.
Su primer sueño se iba cumpliendo día a día. Su destartalada casa la había visto nacer un día frio de hacia muchos eneros como denotaban sus canas y muchas arrugas. El patio repleto de jazmines y buganvillas la había visto jugar con las lagartijas que se escondían tras las macetas y había olfateado sus tardes de pan y chocolate. La cocina le había enseñado a hornear el pan y a sazonar comidas y todo tipo de postres junto a la risa y el buen genio de su madre. Su casa…aquella casa humilde de dos alcobas –no le gustaba a ella la palabra dormitorio- con una cama robusta de buena madera, un armario, mesita de noche con jarra para beber y silla para dejar la ropa; una cocina con lo que tenía que tener según su padre: un fuego, una buena mesa con sillas fuertes, una alhacena donde guardar cacharros y comida y ganas de sentarse a comer con su mujer y su hija; un baño y una sala grande para las grandes ocasiones, y un patio, que casa sin patio era como cárcel, que decía su madre…
Esa casa no la vio en amores. Sí que lo tuvo: un hombre alto y guapo como un dios pero de “tan buena familia”, que no le fueron bastante los ojos verdes de Luisa, ni su risa de agua cayendo en cascada, ni todo el amor que tenía guardado en su noble corazón desde niña. Y ya no quiso otros pretendientes como se decía en su pueblo.
Fallecidos sus padres y hecho un entierro como Dios manda, su casa y ella se dispusieron a envejecer juntas. Fiel a sus principios, esa casa la vería morir. Era uno de los sueños al que no pensaba renunciar. Nada de residencias ni de hospitales. Cuando llegara su momento, miraría de frente a la muerte y si la veía decidida a no cejar en su empeño la dejaría hacer sin más.
Para su sepelio quería un ataúd sencillo, pero digno. Los ahorros que tenía daban para eso. Ella no dependía de nadie. Su paguita no era gran cosa pero la había completado haciendo labores para sus vecinos. Toda la vida se la vio en la esquina de su calle, sentada al sol, con sus agujas de punto y sus ovillos. Así que para su entierro no le faltarían recursos. Tenía claro que de incineración nada de nada. Eso de que a ella la desparramaran por ahí, ni hablar, que a saber si algún sobrino de esos que no aparecen nunca, le iba a dar por una modernura y acababa ella debajo de un pino, en el quinto pino y nunca mejor dicho. Ella, a su nicho del cementerio de Nuestra Señora de los Remedios con su padre y su madre. Por supuesto con misa, que no la despacharan con cuatro palabritas. Que la gente tuviera tiempo de comentar y de relacionarse en condiciones, que en los pueblos los funerales son un gran acontecimiento. Imaginaba la calle ancha que desembocaba en el cementerio llena de vecinos, que ella sabía que había sido buena y no le faltaría gente para acompañarla. El coche fúnebre adornado con flores, ni muy lujosas ni poco, pues no hay que dar de comer al pregonero. Y su sepultura bien limpia que para eso le daba un dinerito a Lupe, la hija de la vecina, para que la tuviera siempre como una patena.
Aunque ella no alcanzaría a escucharlos, disfrutaba imaginando los cuchicheos y comentarios mientras el féretro avanzara por medio de la calle hasta el cementerio. Quién la había apreciado, quién envidiado, quién se alegraba de sus males…., lo propio de los pueblos pequeños. ¡Qué satisfacción más grande sentía al ver que iba a cumplir sus dos sueños!
“No se puede hacer nada por ella. Su corazón está muy débil y el cuadro respiratorio se complica cada vez más. El virus se la lleva”, dijo el médico de la UCI a la enfermera y, ambos, obviando el miedo al contagio, le agarraron la mano y le acariciaron sus canas a Luisa, porque ningún familiar podía estar con ella en sus últimos momentos desde que se inició la pandemia.
“En diez días podrán recoger sus cenizas en Blancuras del Real, la incineradora más cercana a su pueblo”, le dijo el señor de la funeraria a Pedro, el sobrino lejano.
No había nadie en la calle ancha que terminaba en el cementerio. El coche fúnebre avanzaba despacio en medio de la resplandeciente luz de aquella tarde dorada de primavera, impropia para morir. No se había celebrado misa. Solo dos personas acompañaban el féretro. Así lo dictaban las normas establecidas desde que la epidemia de origen desconocido confinara a la población en sus casas.
Solas, muy solas iban sus cenizas sin saber qué habría pensado la gente de ella al ver la calle ancha con solo dos personas tras el féretro. Puede que comprendieran la situación del confinamiento o puede que alguien pensara que la calle iba vacía porque no había sido buena.
De haber podido resucitar quizá no le hubiera dolido tanto que sus dos sueños: morir en su casa y tener un buen entierro no se cumplieran. Lo más triste, sin duda, habría sido ver la calle ancha vacía.
Inmaculada Solís-Bases y relatos recibidos-
