EN UN JARDÍN OSCURO
de Miguel Castro Yébenes
Las murallas de la ciudad se erigían como un anillo alrededor del jardín, atrapándolo por completo. Tenía este jardín tal espesor que ni las sombras se distinguían bajo la cúspide de sus árboles y era tan extenso que más valía rodearlo, si se quería ir a la otra punta de la urbe. Lo cual tampoco importaba demasiado. Nadie había osado entrar al jardín en décadas y del último que entró nunca jamás volvió a saberse. En verdad tal era el estado de las cosas que, más que de jardín, podría tildársele de selva.
Había en las murallas cuatro grandes puertas que salían hacía el jardín, cuatro pórticos oscuros y abandonados. Antaño la ciudad pregonaba en cada uno sus nombres, los de aquellos y aquellas que se internaron en lo profundo. Pero, dado que la respuesta siempre fue el más absoluto silencio, llegó el día en que la ciudad ya no encontró valientes que la salvara. Así, muerta de miedo y cansada de apatía, se dejó llevar durante años por la maldición que la tenía presa: la inmortalidad. La rotura del reloj interno. El tiempo estático.
Tal fue que las décadas pasaron y aquella raza, antaño gloriosa, acabó degenerando en una turba de cobardes y enloquecidos. Pues, aunque estos sujetos no envejecieron, el cerebro se les hizo papilla tras lustros de mortal aburrimiento. Hasta llegado el día en que, cansados de aquel eterno estío, los mayores de la ciudad acordaron las nuevas reglas del juego. Y, como viejos que eran, convinieron que habrían de ser los más jóvenes de entre ellos quienes, por tandas, volvieran a entrar en el jardín. Fuera por voluntad propia o, sobra decirlo, a fuerza de cuchillo. Esta decisión, como no podía ser de otro modo, causó gran alboroto en la ciudad.
- Han de encontrar a la Dama dentro del Huevo – decían.
- Primero han de buscarla.
- No, primero han de quererlo.
De esta forma hablaban las gentes, congregadas en cada portón, mientras observaban a aquellos niños. Porque, como se había ordenado, cuatro jóvenes acudieron un buen día a las puertas de la ciudad. Apenas infantes en su aspecto pero, sin duda, harto maduros de sesera. De hecho, tan viejos eran ya estos seres que de sus nombres todos se habían olvidado y, al final, fueron bautizados con el nombre de sus respectivas puertas: Norte, Sur, Este y Oeste.
Provenían Oeste y Este de los distritos más poderosos de la ciudad y, tal vez por ello, partieron de similares circunstancias. Era Oeste un muchacho fuerte y gallardo, alto para su edad, fuera la que fuese. Este, por su parte, era una chica ágil y nervuda y sus ojos brillaban de astucia. A sus puertas se dirigió la mayor parte de la ciudad pues todos esperaban, y no les faltaban razones, que uno de ellos alcanzaría, sin duda, la ansiada meta.
Todavía no había despuntado el alba cuando Este cruzó el pórtico y sus seguidores la vieron perderse entre la sombras. La noticia no tardó en llegar al resto de puertas y, como si de una competición se tratase, Oeste maldijo la suerte de la muchacha y se lanzó a la carrera, jurando que suya sería la gloria.
Tanta prisa tenía Oeste, obcecado por encontrar a la Dama y destruirla, que ni siquiera se dio cuenta. Había cruzado el perímetro y, tras los primeros rosales y abedules, no hubo más jardín ni, de hecho, nada que se le pareciera en este mundo. Pues todo a su alrededor se había tornado negro y, de no ser por sus pisadas, no oiría sino el silencio.
No tardó en percatarse y decidió parar y aguzar el oído. No era posible, o eso se decía, que todo el orbe hubiera enmudecido. Pero antes de oírlo la vio, delante de sí, una sombra plateada que hacía él se dirigía, apenas un halo de luz entre lo oscuro. La dejo hacer y cuando vio que se trataba de Este una voz, un sonido hueco más bien, les dijo:
- Si a la Dama deseáis alcanzar, ante vosotros tenéis el único obstáculo.
Dicho lo cual, ni Oeste ni Este vacilaron. Echaron mano de la espada al cinto y cruzaron los sables hasta que ambos dieron en tierra, las carnes desgarradas y la sangre perdiéndose en el vacío. Se dieron muerte entre ellos sin llegar a comprenderlo. En aquel lugar la maldición no existía y a quien ansiara la gloria, en fin, la gloria hallaría.
Cuando las espadas de Este y Oeste atravesaron sus respectivos intestinos, las puertas Norte y Sur vocearon lo inevitable. Porque ambos chicos, sin saberlo, se adentraron en el jardín al mismo tiempo y con el mismo ímpetu. Norte peinaba canas y no por viejo, sino porque de mucho pensar, el niño acabo sabio y canoso. Por canoso entendía de lo absurdo de algunas apariencias y por sabio tenía clara su misión en el jardín. Por eso mismo cuando entró no se perdió hasta dar con la Dama dentro del Huevo.
Sur, por su parte, era una niña morena y pequeña. De hecho, tan morena y tan pequeña era que nadie en la ciudad supo a ciencia cierta cuando cruzó el umbral del jardín. O si siquiera lo hubo cruzado, pues nadie tuvo el valor de acercarse a comprobarlo. Pero lo cierto es que si, lo cruzó. Y fuera por su tamaño o fuera porque poseía el corazón más humilde de todos, fue la única que se detuvo a observar la belleza del jardín, de la cual quedó impresionada. En agradecimiento, el jardín no puso reparos y le mostró el camino directo hacia la Dama dentro del Huevo.
Las estancias de la Dama se hallaban en el centro mismo del jardín, en una plazoleta elevada surcada de veredas y canales de agua transparente. Provenían estas aguas de una bella fuente y ante la fuente se encontraba la Dama, en efecto, dentro de un Huevo. Solo que este huevo estaba roto y los pedazos de cascara se esparcían a los pies de Norte que, erguido frente a la criatura, empuñaba un enorme martillo.
- He de matarte y tú lo sabes. Solo así seremos libres – dijo Norte. A lo cual, la Dama le respondió:
- Concédeme la suerte que para ti tanto deseas, pero no solo caeremos los dos. Pues conmigo morirá todo el Jardín y sin él en este mundo, no habrá nada que os merezca la pena.
Pero Norte no escuchó estas advertencias y de un solo golpe hundió el martillo sobre la Dama, no quedando de esta ni una mancha sobre el suelo. Hecho lo cual, la tierra tembló y los árboles cayeron. De la fuente comenzó a brotar un líquido oscuro y pestilente y este inundó los canales y luego los campos y las criaturas que de él bebieron fueron muriendo una a una o mutando en seres terribles. El viento azuzó un fuego oculto hasta entonces y el fuego cercó la plaza y a Norte y Sur que, aterrados, miraban a su alrededor sin comprender lo que sucedía.
Pero entonces, la pequeña Sur vio el cascaron del gran Huevo cerrarse y, sin pensarlo, corrió hacia él y saltó en su interior antes de que se sellara por completo. No hubo que hacer más. Tan pronto como el Infierno se desató en el jardín, todo volvió a la normalidad y Norte lo comprendió. Que siempre debía haber una Dama dentro del Huevo y que su inmortalidad no era castigo ni don. La ciudad era inmortal pues los inmortales debían vigilar la salud del Jardín y de su Señora. Con esta lección, que en el Sur siempre se supo, Norte se hizo más sabio y asumió que, en definitiva, eso era todo.
Miguel Castro Yébenes-Bases y relatos recibidos-
