Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


Actividades
Realizadas lupa

Primer Concurso de Relatos Breves

EL ÚLTIMO DÍA
de David González Lobo


La Carta, de Mary Cassat
La Carta, de Mary Cassat

La tarde que murió Carmen y desapareció su hija menor, había un sol radiante sobre la barra del bar. Cuando entré vi mucha pesadumbre contenida en los ojos del camarero. Pensé que el hombre tendría un mal día, y me callé. Después de servirme una cerveza, me lo dijo y me puso una mano en el hombro. Y luego se despachó como si esta luz intensa le aumentase esa sed que tenemos de contar la muerte y las tragedias de los demás, como para exorcizarnos: lo de la señora Carmen era de esperar, tenía noventaisiete años, y con esa edad, la sorpresa mayor es que uno siga vivo al día siguiente; pero que no se sepa nada de Rosa sigue dando mucho de qué hablar, y se mordió la sonrisa que se le escapaba. Nadie conoce a nadie, y prosiguió contándome todo con detalle y con esa suficiencia que le caracterizaba. Traté de grabar los pormenores de esta historia, sabiendo que algo faltaba y que tendríamos que averiguarlo de otra forma.

En el barrio, desde hacía años murmuraban de las dos hermanas, por llamarlas de alguna forma, porque se odiaban a muerte. De Rosa, se comentaba que era la preferida de su madre, a pesar de haber vaciado los ahorros del matrimonio y de otras innumerables trápalas que cometió. Desde que prácticamente comenzó a hablar le había ido sacando provecho a unas dolencias enfermizas con las que había nacido. Tanto había explotado y desarrollado el chantaje, de forma sibilina y mezquina, que le había permitido que Carmen y su marido confundieran la atención y el amor con la sobre protección y, como si con eso no bastase, le asignasen a la hermana mayor la responsabilidad de cuidar a un ser extremadamente manipulador. La hermandad no comenzó nada bien.

En una ocasión, ya cerrando el bar y después de muchas cervezas, le oí a López Córdoba, un médico muy prudente, al que en secreto mis amigos relacionaban con Rosa, que ella guardaba algunos recuerdos significativos, de doble filo, de su hermana mayor. Cuando pequeñas, su hermana inventaba cuentos para ella, pequeñas obras de teatro, y muchas manualidades y juegos. Sus atenciones y cuidados, por un lado le daban mucha compañía y diversión, y, por otro lado mucho desasosiego, rabia y envidia; la hermana mayor se destacaba por su inventiva, su velocidad de improvisación y sobre todo por su responsabilidad, todas esas cualidades la convertían en un foco de atención para sus padres, su familia y sus amigos.

Las dolencias de salud y esos bajos sentimientos provocaban que Rosa, desde niña, comiese poco o mal por temporadas o en demasía otras y que fuese adquiriendo temores excesivos: oraba casi hasta la extenuación y dormía con todo cerrado a cal y canto, y ya cuando adolescente, con un cuchillo debajo de almohada.

López Córdoba dijo; extrañó en él, mientras se despedía, que un tiempo prefirió a la hermana mayor, y le temblaron los labios y palideció un poco. Pero no dijo nada de la sombra que caía sobre la nobleza y la responsabilidad de la hermana mayor. Cuando le brotaba esa veta, una veta oscura, agitada, nerviosa, provocada por la búsqueda de la verdad, incluso después que esa verdad solo podría convertirse en un gran peso insoportable, en fango o podredumbre y provocaba en ella una violencia repentina y sorda que la terminaba de cegar ante lo que ya no tiene remedio, entonces había que esperar que pasase el vendaval en silencio. ¿Y si la contradecían y en una de esas el vendaval aumentase el desconcierto y la veta oscura se convirtiese en una ola gigante?

Lo que sí sabemos todos es que lo de López Córdoba con su hermana mayor: un beso inoportuno, e intrascendente, que ella misma le confesó a Rosa, con una moralidad excesiva e imprudente, le sirvió a Rosa para acrecentar su envidia, para disfrazar su inquina, para hacerle ver a su madre, que todo su odio, su enfermedad, su desasosiego eran producto de esa traición, pero nunca se atrevió a confesar cuál.

Todos los bienes de la familia estaban a nombres de las tres mujeres, todos los conflictos de las tres mujeres venían e iban de lo que la madre llevaba y traía de una a otra. La mayor vivía con ella, gobernaba la casa, y ya saben ustedes que el roce diario también tiene sus sombras, y la otra era la enferma, la que vivía lejos, la que merecía todo, todo lo quería tomar aunque no podía y de todo se quejaba.

La última vez que las hermanas se vieron, lloraron a la madre en una casa que ahora era de las dos, como en un solar marcado simétricamente por una línea roja y donde cada una parecía alejarse de esa frontera hacía sí misma.

Quedaba el dinero reunido de la pensión, alguna que otra propiedad, algún armario, trapos de la nostalgia y un reloj de cuco en el que se habían congelado algunas imágenes que ahora parecían transmigrar de una a otra cara y el silencio que también se disfrazaba de López Córdoba.

La hermana menor desapareció el mismo día que murió su madre, cuando todo nos hizo pensar que seria de la hermana mayor de la que no se sabría nada desde es día.

Rosa se fue al pueblo a cambiarse para el entierro y se dicen tantas cosas que uno no sabe qué pensar.

David González Lobo

-Bases y relatos recibidos-

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