Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


Actividades
Realizadas lupa

Segundo Concurso de Relatos Breves

PASEANDO CON EL CHOCO
de Osi

Ilustración de Gaspar el Pinturillas
Ilustración de Gaspar el Pinturillas

Érase una vez, en un hermoso día de octubre, cuando, como siempre, madrugué mucho para hacer mis prácticas de yoga. Es algo que vengo realizando a diario desde hace muchos años, pero ese día mi entusiasmo y alegría eran mayores. La noche anterior confirmé con mi amigo la visita que le iba a hacer después de mucho tiempo, pues no nos veíamos desde que se tuvo que marchar de nuestra ciudad para estar junto a sus hijos, que le cuidarían durante una dura y larga enfermedad que él llevaba con mucha positividad, y a veces con una sarcástica actitud. Quizá para algunas personas sea algo extraño o no agradable una cita con una persona enferma; quizá les daría algo de “yuyu”. Era la segunda vez que un amigo me invitaba a ir de visita a Huelva. En dicha visita aprovecharíamos también para ir a comprar gambas y chocos, productos que quería regalarme como muestra de agradecimiento. Fui a Huelva para estar y pasar un buen rato con él en sus últimos días. Sin embargo, a mí no me dio “yuyu” ni reparo esa cita; más bien me produjo una inmensa alegría ir esta vez a acompañar a mi amigo Tato.

Era una mañana preciosa para viajar a la cercana Huelva, no solo para traerme las famosas gambas y el mentado choco, sino para visitar y pasar una agradable velada en compañía de mi gran amigo, y mejor persona, Tato. El día anterior nos pusimos en contacto para los preparativos de mi viaje. Decidí compartir coche y lo organizé todo para ira Huelva, tres chicas estudiantes jóvenes y yo desde Plaza de Armas. Apenas tardamos una hora en el trayecto, que se nos hizo corto por lo ameno del viaje y la conversación con las jóvenes. Me sentía como el padre de ellas, sobre todo por lo obvio de la diferencia de edad.

Antes de comenzar nuestro encuentro, me dirigí hacia esa plaza en la que habíamos quedado y allí estabas tú, amigo Tato, sentadito, muy delgadito, pero con muy buen aspecto a pesar de que los síntomas de tu ya pesada enfermedad se hacían notar, no en tu ánimo ni en tu sonrisa, desde luego, pero sí en lo físico. Incluso mostrabas una notable barba y el pelo más crecidito. A ti, te habían crecido la barba y el pelo; a mí, el convencimiento de que la vida tiene muchas adversidades, pero que, a pesar de ello, seguimos caminando y avanzando, porque merece la pena, y mucho, conocer personas con una categoría humana tan grande. Como tu decías, de tonterías mejor ni hablamos. En aquel momento del reencuentro, nos fundimos en un abrazo, teniendo yo cuidadito de que el apretón no perjudicara tu sensible y herido cuerpo por la enfermedad, cuerpo que me mostraste subiéndote la camiseta para que yo pudiera ver claramente los síntomas y las consecuencias de tu enfermedad.

Él se reía con sorna cuando, a pesar de esos efectos de la enfermedad, yo le reiteraba lo guapo que estaba. Ya en Huelva, y agarraditos como una amante parejita nos encaminamos pausadamente –no solo por tu estado; también por mi pequeña cojera (¡vaya dos muchachitos!)–hacia el famoso y renombrado mercado de esa ciudad, en concreto hacia la zona de venta de pescado. Ante la determinación de Tato, quién decía que no me iría sin mi choco. Tras pasar un buen rato viendo distintos puestos, ya nos quedamos en uno que parecía tener unos buenos chocos con pinta de haberlos sacado del mar un rato antes. Con el choco enterito y unas cuantas gambitas, continuamos nuestro paseo, amenizado por las cositas bonitas que nos contábamos. Después de ponerme al día sobre la evolución de su enfermedad, pude comprobar que, por su forma de hacerlo, te hacía quitarle importancia a todo. Nos reíamos mucho de los tiempos pasados en nuestras casas (éramos, aparte de amigos, vecinos desde hace muchos años). También se interesó por muchos amigos, de parte de los cuales le di los abrazos que estos me encargaron darle.

Respecto al tema de los problemas relativos a su casa, conseguí que se tranquilizara. Días antes lo preparamos todo y, siguiendo sus instrucciones, lo arreglamos para que este tema de índole doméstica quedara solucionado. Recogida y limpieza de enseres, pagos de facturas, etc. Todo quedó perfectamente zanjado y esto a él le tranquilizó. Se le quitaba así ese peso de encima, ya que había manifestado varias veces que tenía que ir a Sevilla a solucionar sus cosas aun sabiendo que se le hacía imposible moverse, y más para asuntos que se podían arreglar fácilmente por otras vías. Nos sumergimos en diversos temas, recordándome su época en que también estuvo un tiempo de trabajador en las minas y llegando –gracias a su privilegiada memoria– a relatarme historias fantásticas referentes a su familia y, en particular, a su abuelo republicano, al que aún profesaba mucho cariño y respeto.

Llegamos prontito al restaurante en el que íbamos a comer, ya que se encontraba en el extremo del mismo mercado. Se trataba de una cantina-restaurante que mi amigo visitaba en muchas ocasiones porque, como él mismo decía, se comía buena cocina casera y marinera. Era un lugar muy grande y lleno de familias, de albañiles y otras personas. Nos sentamos con la intención de tomarnos algo, por supuesto sin alcohol (uno, porque su cuerpo no se lo permitía; el otro, porque aún no tenía el permiso de sus padres para hacerlo… y los padres son los padres). No hizo falta mirar la carta del menú. Tato se lo sabía de memoria y me recomendó, cómo no, papas con choco, de la misma familia del que yo senté a mi lado, en una silla, acompañado de un panda de gambas inertes.

Después de comer seguimos con la bonita tertulia, al compás ahora de un cafelito y un tececito y, por supuesto, en compañía del choco, que permanecía sin moverse y, la verdad, aún fresquito y juntito a las gambas, sin desprender ningún olor, más allá del que el choco y las gambas desprenden. Yo de vez en cuando le echaba una ojeadita, como cuando las madres y los padres miran a sus bebés que tienen en el carrito junto a ellos mientras se toman algunas cositas. Además, no quería que me pasara como en una ocasión le ocurrió a una usuaria de un centro de salud mental en el cual yo trabajaba. Nos fuimos dos monitores con un grupo de enfermos mentales a la playa gaditana de Valdelagrana en un caluroso día del mes de agosto y ese día el Sol se cobraba también su impuesto revolucionario, porque era excesivo el calor que hacía. Después de pasar la mañana, de comer súper bien en un restaurante de buffet libre, donde teníamos que estar atentos porque a veces algunos se echaban demasiada comida (sobre todo el marisco, y, en concreto, unos grandes langostinos), tras pasar parte de la tarde y en la playa, volvimos a nuestra ciudad. Ellos con ganas de llegar, nosotros agotaditos también. Queríamos dejarlos descansar de este día caluroso y agotador pero muy reconfortante por lo bien que nos lo pasamos tanto ellos como nosotros. Al llegar a la residencia, una de las enfermas desprendía un fuerte olor y mi compañera monitora le dijo directamente: “¿Tú te has lavado hoy el chichi?, porque no veas el fuerte olor que llevas”. A lo que ella rápidamente contestó: “¡¡¡Noo!!!, es que en la comida cogí unos cuantos langostinos para que los pruebe mi novio”. Langostinos que llevaba guardados desde las dos de la tarde hasta las 21 horas, momento en que nosotros llegamos y en el que todavía hacía un sol de infierno. Nos partimos de la risa, y los langostinos, por suerte, no llegaron a la boca del novio de esta mujer. Las carcajadas fueron muchísimas y sonoras por parte de casi toda la gente que allí se encontraba. Recordando esta graciosa y cariñosa anécdota, eché mi mirada de nuevo al choco por si cambiaba de color y olor. De momento, tanto las gambas como el choco seguían conservándose en óptimo estado para ser degustados, gracias también al medio de transporte que me agencié, para que fueran lo más “a gustito” y fresquitos que fuesen posible, y a la cantidad de hielo que el hombre de la pescadería nos dio para ello. El choco era como una especie de "hijo adoptivo temporal" que venía a afianzar la amistad entre Tato y yo; era el regalo de un amigo entrañable, lo que le daba mucha más importancia si cabe al "animalito"; no era solo un manjar, sino un regalo simbólico.

Después del mercado decidimos darnos un último paseo los cuatro –las gambas, el choco, mi amigo y yo–, pero el paseo no fue muy largo, ya que el tiempo apremiaba y yo tenía que regresar a mi ciudad media hora después. Además, habíamos quedado Tato y yo en regresar pronto para que él pudiera descansar, ya que, aunque su mente permanecía fresca, su débil cuerpo no podía más. Nos sentamos en un banco y, a petición de mi amigo, aunque él mismo no podía, me hice y me fumé yo solo la pipa de la paz con aromas de Marruecos. Mientras, él seguía narrándome sus ricas historias y otras anécdotas sustanciosas mediante la gran oratoria que este gran hombre siempre tenía. Le dije que el tiempo a su lado pasaba tan deprisa que uno se quedaba con ganas de más, aunque tampoco había problema en dejar para la próxima vez más tela que cortar, que tampoco era bueno hartarse de tan buena conversación y genial actitud suya. Siempre alegre y con ganas de vivir, mi amigo irradiaba una magnífica sonrisa y personalidad… y guapo estaba “tela”.

Muchísimas gracias, amigo, –le dije– por permitir saborear tu sabiduría y compañía. Bonita tertulia acompañada de unas ricas tapas y de nuestro cafelito como postre. No hay una sin dos y las que hagan falta. Su contestación fue la siguiente: “Vivimos, entre otras cosas, para disfrutar de estos momentos. Son las personas indicadas las que los hacen posible. Hoy me has dado un alegrón, un rato de charla de los buenos. Si los amigos son la sal de la vida, tú posees una salina. Que los hados te la conserven. Hasta la próxima, aquí o en Sevilla”.

No sé si fue por el calor o fue fruto de la gran emoción que me entró, pero sudaba aún un montón a pesar de que el verano ya se quedó atrás. Fundidos en un abrazo, le dije: Me alegro de tener un amigo como tú y te deseo siempre lo mejor. Él quizás no quería ser consciente de que podía ser la última vez que nos viéramos, y me dijo: “Nos vemos pronto”. Yo, con mi emoción apunto de las lágrimas, y con las gambas, el choco y todo sudoroso, empecé a caminar sin mirar hacia atrás, hasta que una voz me paralizó. Era él. Y al volver yo la cabeza, me dijo: “¡Osi!, me alegro mucho de que hayas venido. Te quiero, amigo”. Para qué decir más. Unos días después mi querido amigo abandonó su cuerpo debido a la larga enfermedad que padecía.

Osi
A la memoria de José María Morales Reyes (Tato).



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