Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


Actividades
Realizadas lupa

Segundo Concurso de Relatos Breves

EL MEJOR DE LA ESTIRPE
de Inmaculada Solís


Mujer con loro en un paisaje, de August Macke
Mujer con loro en un paisaje, de August Macke

“¡Este loro no es normal! ¡que no! ¡que no es normal!”, había escuchado Poli, una y otra vez. Él no sabía por qué oía la misma frase de todos los que pasaban por la casa. Se veía igual que muchos loros: pico ganchudo y curvado hacia abajo, patas pequeñas, ojos menudos y plumaje variado. Sí sabía que su familia había aportado especímenes de gran valía. Entre ellos, su abuelo; pero…, él...

Su abuelo era de origen americano. Se había enamorado de una lorita muy coquetona de procedencia africana que, con más maña que otras, consiguió que su abuelo sentara el pico, cosa que asombró a toda la familia, pues eran conocidos los constantes cortejos de Riqui.

Su descendencia en nada se había parecido a él. El abuelo había sido admirado por su plumaje y por sus habilidades, entre las que cabía destacar su capacidad para imitar distintas lenguas; llegó a hablar inglés, colombiano y un dialecto africano aprendido de su esposa. Riqui y Mati tuvieron una amplia descendencia, entre ellos Poli. El azar quiso llevarle muy lejos de su primitivo hogar, y ahora Poli vivía en España con una familia que lo había comprado.

“En mi vida he visto un loro como éste”, decía Lola, su dueña. Poli no dejaba de darle vueltas al asunto. ¿Habría heredado él la belleza y las destrezas de su abuelo? En ciertos aspectos así parecía ser: su plumaje era vistoso, con una gama de colores que hacía las delicias de cuantos le observaban; su habilidad en el habla era grande, incluso tenía su propio repertorio de canciones; en cuanto a su capacidad de don Juan, aún no lo sabía, pues era demasiado joven. ¿En qué era él tan espectacular? Según decía Carmen, la mujer que ayudaba a Lola en la costura, más que un loro parecía una persona. De tanto escucharlo, Poli empezó a creerlo, y se fue interesando cada vez más por todo lo concerniente a los humanos.

Lola y el loro eran inseparables. Poli sentía debilidad por su dueña. La observaba a cada momento del día. Era una mujer alta, delicada, de rasgos finos que, no se sabe por qué extraños designios, había terminado casada con un patán ordinario y cruel que le amargaba la existencia. Quizá, pensó Poli, en lo que aventajaba a su abuelo era en la gran psicología que había desarrollado para entender a los humanos.

Desde que llegó a la casa intuyó que iba a tener un papel muy importante en la vida de aquella mujer. Ella, pacientemente, le había enseñado a hablar. No le quería para presumir de él, como suele pasar con la mayoría de los dueños. No, lo había convertido en el centro de sus afectos. Con amor y dedicación limpiaba su jaula dorada. Le permitía moverse por toda la casa. Ni sus hijos ni su marido le procuraban el más mínimo cariño. Todo eran demandas y exigencias. Alfredo, que así se llamaba el marido, amenazaba en sus resacas nocturnas con matar al loro, pero nunca se atrevió, pues dependía económicamente de Lola, y sabía que le dejaría sin el dinero que malgastaba en la taberna si algo le sucedía al loro.

Poli era feliz cuando estaba con Lola. Aprendió a observarla y a captar el más mínimo sentimiento de tristeza o desasosiego que viniera de ella.

El sitio preferido de Poli era la máquina de tejer lana. Se paseaba por ella con tranquilidad, disfrutando del colorido y la textura de las distintas hebras que Lola entremetía en las púas metálicas. Poco a poco fue aprendiendo el oficio. Con el pico y las patas mezclaba las lanas. ¡No, si al final iba a superar a su abuelo!

Le apasionaba ver tejer a Lola. Era como un pintor con su paleta de colores: ahora una greca de azul, tres hilos de violeta, una franja de blanco, dos hileras de amarillo… ¡Qué felicidad compartían! No soportaba ya ni el más mínimo reproche hacia ella. Era evidente que había superado con creces a su abuelo e incluso le había aventajado en sus dotes de don Juan, pues se había enamorado de una mujer. Sentía que toda persona que maltrataba a su dueña provocaba su odio y su desconfianza.

Su repugnancia hacia Alfredo iba en aumento. No soportaba ver a aquel patán gritando a Lola, poniendo los pies sobre el sofá, gesticulando y vociferando delante del televisor. Tenía que pensar algo; tenía que deshacerse de aquel tipo baboso y ordinario que amenazaba con quebrar la felicidad que Lola y él habían conseguido.

Pero ¿cómo? Él era un simple loro. ¿Un simple loro? Eso no era cierto. Lo que tenía que hacer era creerse de una vez por todas lo que había escuchado en tantas ocasiones: “este loro no es normal”. En esa idea se concentró y se la repitió sin cesar. Una de las muchas tardes que se paseaba por la máquina de coser concibió un plan. A partir de ese momento observó cada detalle que sucedía en la casa y fingió un acercamiento hacia Alfredo que, extrañado, llegó a pensar que por fin aquel maldito animal le había tomado cariño.

Lola, al ver que el loro estaba bien junto a su marido, se sintió reconfortada, y comunicó a Alfredo su intención de ir a pasar un par de días a su pueblo. Poli comprendió que se acercaba la oportunidad de su vida. Debía planearlo todo. Tenía que ser cauto y actuar con prontitud. Aquella tarde mientras paseaba por la máquina de coser lo preparó todo. Trenzó, como otras veces, distintas lanas, preparó una cuerda gruesa aprovechando que Lola estaba en la cocina y la guardó detrás de la estantería.

El día esperado llegó. Lola salió temprano. Todo sucedía a pedir de boca. Como era fin de semana, Alfredo se dedicaría a beber cerveza, en la cama, delante del televisor. A media noche, aprovechando que Alfredo había consumido muchas cervezas, y algunas copas, y sus ronquidos hacían temblar la casa, tomó el cordón de lana y lo rodeó en varias vueltas por el cuello de Alfredo; luego colocó el resto del cordón alrededor de los barrotes de la cama. Cuando Alfredo se giró sobre sí mismo, en esa briega que mantenía mientras dormía, notó el ahogo, abrió los ojos; medio dormido y sobresaltado, intentó levantarse sin conseguirlo, pues el cordón de lana se lo impedía, lo que provocó el ahogamiento definitivo.

Cuando Lola volvió encontró a Alfredo. Estaba lívido y amarillo, como todos los muertos. Gritó con fuerza, más por terror que por pena, pues odiaba a su marido desde hacía mucho tiempo. A los gritos de Lola acudieron los vecinos, asustados y temiendo que aquella mala bestia estuviera maltratando a Lola. Nadie hizo comentario alguno. En el pensamiento de todos estaba que por fin Lola se había deshecho de aquel monstruo. Simplemente llegaron a la conclusión de que había sufrido un paro cardiaco.

Poli comprendió por qué razón todo el mundo decía que él era un loro diferente. Había superado a los de su estirpe con creces. Además de su plumaje, y su habilidad verbal, había conseguido enamorarse de una mujer, y convertirse en el primer loro asesino de la historia, gracias a la más insospechada de sus cualidades: su inteligencia prodigiosa y su maldad aprendida, igual que el habla, de los humanos.

Palomita con gafas



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