Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


Actividades
Realizadas lupa

Segundo Concurso de Relatos Breves

MI VECINO
de Elena Torres Quero


Acuarela de Liliana Sánchez Cucchi
Acuarela de Liliana Sánchez Cucchi

Hace unos días llegó el nuevo vecino. Los anteriores pasaron fugaces, sin dejar apenas huella. Escogió, como los otros, el mismo lugar para vivir. Orientación sur. A mí en Sevilla me gusta más la norte, porque el sol del verano es menos implacable. Aunque hay que reconocer que esa esquina está muy bien resguardada, disfruta un rato de la sombra de los árboles del conservatorio y los grafitis que adornan sus paredes le dan un toque simpático.

Él no era como los demás. Apareció con algunos cartones y palés; en su cara brillaban dos farolillos obstinados, concentrados en la tarea. Sus greñas pedían a gritos jabón.

A la mañana siguiente había edificado una casa. En toda regla, sin faltarle un detalle. Geometría cubista con techo algo bailón y adornado con macetas de geranios, en armonioso equilibrio inestable. Y, como si una oleada de música llegara a mi estómago, me revolvió un recuerdo de infancia que fascinaba a los chiquillos cuando íbamos al campo: la construcción, con las piedras que encontrábamos, del plano de nuestro hogar ideal. Grande, con habitaciones individuales para cada hermano, salón adornado con flores silvestres y un jardín para el perro que nunca tendríamos en la vida real. Casa. Se me hizo extraña la palabra. Fonemas sueltos de una lengua desconocida. Y pensé, como tantas veces, que había pocas cosas tan malas en este mundo para mí como no tener un rinconcito íntimo donde dejar caer los huesos.

Esa primera mañana mi vecino estaba durmiendo. Sus pies asomaban un poquito por la puerta sin picaporte. El pudor me hizo girar rápidamente la cabeza. Qué intrusa, algo tan íntimo…El callejón empezaba a llenarse con los primeros clientes de Mercadona, que miraban extrañados esa construcción insegura y hermosa. Un hogar. Cuando volví del trabajo había hecho algunas ampliaciones: un porche con su silla de plástico para disfrutar del fresco de la tarde y un carrito de supermercado metálico aparcado en un lateral, como un coche esperando ser arrancado para recorrer el mundo. Era difícil desviar la mirada. Veleidades de burgués, decía mi amigo. A mí me parecía un Chaplin en tiempos igual de modernos.

Creo que llegó para quedarse. Ya era parte del paisaje. Conocía a todo el vecindario, charlaba con unos y otros y se ocupaba de consolar a los perros que sus dueños dejaban atados en la puerta de Mercadona, aullando y ladrando, para deleite del personal. Ahí reinaba, desde su silla de plástico.

Cada día se me encogía el corazón, al salir, pensando que lo habrían echado. Pero, ¿quién se atrevería a demoler esa obra fascinante, esa creación producto del gusto por lo hermoso? No podía ser.

Esa mañana amaneció con olor a agua. Unas nubes negras se hacían jirones sobre el mástil del puente del Alamillo. Venían con un viento espeso. En el callejón, la basura ligera y algunas hojas secas del naranjo se pusieron a bailar en círculos, como derviches. Él estaba bajando las macetas del techo, previendo el desastre. La arquitectura efímera tiene eso, una obligada vocación de autodestrucción.

- Hoy va a caer una buena- dijo, señalando el cielo.

Y me mostró sus cuatro dientes sonrientes y movedizos. Nómadas, como él.

Elena Torres Quero



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