VENTANAS ABIERTAS
de Ángela Mérida

Por encima de mi cabeza vive mi vecina Pepa. Ella en el primero B y yo en el bajo B. Es una situación habitacional bastante inequívoca, nuestras visitas nunca se confunden de piso cuando suben el butano o traen el alcohol, pero la compañía de luz no debe tenerlo todavía muy claro porque resulta que llevo más de tres meses pagándole la factura a Pepa.
–Ay, hija, no sé. Yo pago todos los meses. Voy ahí a Correos a dejar el dinero. –Saca un sobre de un cajón y me enseña su última factura de la luz. Me ahorro preguntarle si no le había extrañado tener que pagar únicamente diez euros.– Esto es mi hijo el que sabe.
–No es culpa nuestra, es un error de la compañía. Tenemos que ir a hablar con ellos y que lo solucionen. Que cambien el contrato, o lo anulen.
–¿Pero nos van a cortar la luz? Ay, es que yo de esto no sé. Esto es mi hijo. Toma, coge, habla con él. –Y de repente me encuentro con el teléfono de Pepa en la oreja y su hijo al otro lado. Le repito a él el problema. No parece mucho más encontrado que su madre, pero dice que vendrá el viernes para hablarlo. Le devuelvo el móvil a Pepa y ella se lo lleva a la oreja, pero el hijo ya ha colgado.
–¿Qué dice mi Alberto?
–Vendrá el viernes para hablarlo.
–¿Este viernes? ¿Viene? ¡Ay, niña, qué bien! –Quedamos en que el viernes cuando él llegue yo vuelvo a subir. Me despido de Pepa, ella me lanza un “venga, hija” sonriente y espera a que yo haya bajado las escaleras para cerrar su puerta. Cuando llego a casa desenchufo la tele y el termo. Alguien tiene que compensar lo larga que va a ser la semana en la factura de la luz.
Pepa es una mujer que huele y suena a tabaco. Se encuentra en la resbaladiza franja de edad que impide asignarle un número concreto. Vista de cerca los años se agarran a sus mejillas y tiran con fuerza hacia abajo, dejando visibles las manchas, las cejas sin apenas pelo o la sombra de cataratas que se intuye tras sus gafas doradas, que tiene atadas con una cuerda al coletero con el que se recoge el cabello en un moño muy apretado. Estoy segura de que ese moño le sostiene la cara en su sitio y le da su sonrisa fácil.
Cuando vuelvo del trabajo el martes me la encuentro en el descansillo del bloque moviendo la escoba. Pepa sonríe como primer saludo, aunque siempre parece tardar un poco en reconocer a quién. Le pregunto si sabe a qué hora viene su hijo el viernes.
–No sé, hija... Por la tarde, después del trabajo. Tú sabes, él se pasa cuando tiene tiempo.
Decido no contarle a Pepa las cosas que yo haría si tuviera tiempo. Le deseo buena tarde y la dejo en el rellano a que siga con lo suyo. El por qué Pepa se dedica a barrer las zonas comunes es un misterio que ninguno de los vecinos nos hemos sentido con el derecho a resolver. La única parte del edificio que Pepa no barre es mi patio, donde los días de viento caen todas las colillas de sus cigarros y, a veces, el cenicero entero, que hace un ruido exagerado que asusta al perro del tercero. En los días normales sólo caen las cenizas, que crean arte moderno sobre la ropa interior colgada. Antes, cuando su Alberto vivía con ella, también caían sus calzoncillos, pero desde que se fue de casa la ropa de Pepa se mantiene bien sujeta a su cuerda. Sólo alguna que otra pinza se descuida y termina entre mis macetas. Entonces la escucho carraspear y suspirar, todo a la vez, desde su ventana, como hacía antes cada vez que veía que alguna prenda íntima de su hijo se había escapado y tomaba el sol con mis camisetas. Yo la escuchaba y me apuntaba mentalmente el recoger el calzón de turno para dejarlo colgando en el pasamanos de la escalera.
El miércoles cuando llego hay unas bragas colgando sobre mi jazmín. Últimamente, cuando escucho los lamentos de Pepa por la ropa abatida salgo a responder a su llamada. Es un gesto de gratitud, porque otra cosa que cae desde su ventana es el agua que le sobra a sus macetas, que salpica a las mías y las resucita o hace germinar cosas que no sabía que tenía plantadas. No creo que Pepa sea consciente de su labor de madre tierra. Salgo al patio y la saludo. Le pregunto por el hijo, pero todavía no sabe a qué hora podré empezar a vivir el viernes, está esperando a que la llame. Se asoma a su ventana sacando medio cuerpo al vacío y me habla de dónde piensa pasar las vacaciones cuando su hija vaya a por ella. Sé que en realidad no me habla a mí, yo sólo soy el Romeo figurante. En momentos como ese, Pepa les habla a todas las ventanas cerradas del edificio que desembocan en aquel agujero y al eco de su propio torrente de voz. Su mirada flota en otro lugar, ensimismada, como si delante de ella se abriese el mismísimo mar, y no la pintura desconchada y mohosa de mi patio interior. Pepa vive en su propia casa, pero su vida se mete en las nuestras y tiene un sitio reservado en nuestros sofás. Sus ventanas y balcones siempre están abiertos y toda ella se cuela con la brisa en nuestras cocinas, en nuestros salones, dentro de los armarios, bajo las almohadas. Y ahora que sé que le estoy pagando la luz no puedo evitar llevar una cuenta de todas las partes de esa vida volátil que hacen que suba la factura.
Pepa se levanta muy temprano, su luz siempre está encendida cuando me despierto, y sale a trabajar a las siete, aunque nadie sabe a dónde. He decidido pasar mis planes de salir al jueves, y cuando vuelvo a casa el viernes por la mañana la encuentro asomada a su balcón, con su bata rosa acolchada y su cigarro, observando la calle. A veces, cuando vuelvo de fiesta a esas horas me saluda con la mano y suelta una risotada; otras no se da cuenta de que estoy ahí. Intento entrar en casa sin hacer ruido. Paso la resaca observando las pequeñas germinaciones de mi patio y las gotas que caen desde arriba. Siempre me pregunto si el resto de vecinos cuentan con sus propios vegetales tocados por las gotas de Pepa. No me importaría estar pagándole la factura del agua.
Cuando Pepa llega a casa nos enteramos todos los vecinos, incluido el perro del tercero. Cuando su hijo vivía con ella la oíamos comentar la telenovela o insultar al telediario. Los fines de semana la olla exprés. Las mañanas de los sábados, la cafetera. Y todas las noches y sin excepción se la escuchaba gritar:
–Alberto, ¿quieres unas papas?
Y a continuación el aceite empezaba a sisear y el patio se llenaba de un olor que hacía tristes todas nuestras comidas. Ahora que su hijo no está la freidora ya no suena, pero los olores que proceden de arriba siguen siendo una bocanada de sabor. Tampoco se la escucha gritar ni hablar con la televisión. Ahora sabemos de qué va la telenovela que pone todas las tardes a la hora de la siesta. Hoy que es viernes, en lugar de la telenovela toca un concurso de adivinar palabras. Entonces sí se la vuelve a escuchar entusiasmada, pero no se le da muy bien acertar las respuestas. Si en lugar de tener la tele encendida todo el día se pusiese a leer un poco puede que tuviese alguna opción. Y no estaría consumiendo tanta electricidad.
Pepa suelta una risotada y yo pego un respingo. Me he quedado frita en el sofá. De fondo se escucha la televisión. Abro mis ventanas y la puerta del patio para dejar que el sonido de Pepa entre en mi casa. Todavía no se huele comida, pero es pronto para la cena. No quiero ser pesada con el tema de la factura de la luz, prefiero que sea ella la que me llame cuando llegue su hijo. Salgo al patio y arreglo un poco las macetas. Hacía tiempo que no paraba un viernes entero en casa y me siento un poco extraña. Por fin las tardes empiezan a ser más cálidas y de repente me encuentro a mí misma ansiosa por que Pepa empiece a dar signos de vida, le hable a la tele, cante algo o cacharree en la cocina. Necesito que su familiaridad se pase por mi casa y se quede un rato conmigo mientras preparo la cena. Espero el siseo del aceite cuando su Alberto llegue a por las papas, la crónica del día de Pepa resumida en vulgaridades, la luz de su salón que ilumina el patio y el olor a comida recién hecha.
Me siento a cenar en el sofá. El reloj de cuco de Pepa me acompaña en la espera y me la recuerda varias veces. La última vez que me la recuerda insiste doce pesadas veces. Me asomo al patio y veo que hay una luz en casa de Pepa, pero no en su salón. El aire no huele a comida. A geranio quizá. No sisea ningún aceite. Y todo está en silencio. El resto de ventanas siguen cerradas y el perro del tercero ya está dormido. Me voy a la cama dejando las ventanas abiertas, por si el sonido de Pepa quiere entrar en algún momento de la noche. El reloj de cuco me vuelve a saludar una vez y yo agudizo el oído, por si soy capaz de encontrar a Pepa. El cuco me acompaña un par de veces más y por fin doy con ella. La escucho carraspear y suspirar, pero sé que no es para mí, no me está llamando. Esta noche Pepa no está viviendo fuera de su casa, aunque todo esté abierto y ella esté invitada a entrar. Desearía que Pepa tuviese la tele puesta, toda la noche, aunque luego la factura de la luz fuese a costar un riñón.
Ángela Mérida-Bases y relatos recibidos-
