EL PARQUE
de Jonás
En los sombríos huecos de los árboles tienden las mujeres sus penas. Penas amarillas, verdes, azules, rosadas, negras.
También hay extrañas penas estampadas que, al mirarlas, hacen que lagrimees o que se muera de tristeza una mariposa en algún remoto lugar del mundo.
Parece sonreír el lago, cobalto y profundo. Arañas, lirios, jacintos y nenúfares. Renegridas arañas Callahan que bambolean sus revólveres frente al espanto de moscas y polillas.
En los parques lloran los cisnes la desgracia de los pequeños hombres. Maman estos de los pechos mórbidos de sus madres cúbicas y extasiadas. Madres que observan las agallas granates de las enormes carpas. Se les figuran puertas hacia un universo habitado por hombres suaves y quebradizos. Hombres de cerámica o grafito dibujados en los bordes de los planetas o al final de los mares sombríos que cubren los mundos creados por Quetzalcóatl.
Maliciosas, observan también los perfiles de los ocultos miembros de los muchachos que deambulan por el parque a la espera del primer vino o de un telegrama triste de dios.
Pero nadie ve al hombre ebrio que se esconde tras el álamo. Su vestimenta se confunde con la piel fisurada y gris del árbol.
El tipo se mueve con la elegante torpeza de un asistente al banquete de los excomulgados. Apesta a alcohol, a vida trémula de pabilo a merced de una tolvanera. También a vómito de niño y a sonda vesical.
La melodía del parque suena a Debussy. He conocido parques que sonaban a Miles Davis o a Coltrane o a King Crinsom. Parques que se doblaban por sus extremos envolviendo a los ancianos y a los viejos y tristes homosexuales, con acordes vertiginosos que destilaban una furia de Euménide. Pero hablo de un parque que suena a Debussy. Con acordes de gelatina o de flan de huevo o de mantequilla. Hablo de un parque untado sobre la ciudad con el cuchillo de un ogro adormilado. Hablo de un parque octogonal, herido por pequeñas lomas y puentes. Un parque en Do sostenido menor, que es la tonalidad que usan las brujas para componer sus aquelarres.
Los niños parecen estar dibujados sobre porcelana blanca. Sus madres son como piezas de una hermosa vajilla de loza. Canturrean, limpian churretes, babas. Piensan en la indefensión del caracol, en la inútil intrepidez de los chihuahuas, en los miembros flácidos de sus hombres descompuestos, en la inutilidad manifiesta de sus frágiles meñiques, en la practicidad de las circunferencias.
Asombrosamente el borracho se desplaza sin poner sus pies en el suelo, como un espectro.
Hay un cisne a los lejos, en un extremo del lago. Un cisne blanco y majestuoso como una sonata de Mozart o una rebanada de pan o el panfleto de un bolchevique enamorado de una mujer rubia sin futuro.
Nada, sumerge su cabeza en el agua. Debussy dirige la orquesta. Suenan trompas, cuerdas, un piano en novenas y sextas que promete una metamorfosis, una redención repentina, el alumbramiento final de un sueño árabe de darboukas y laúdes. Salta un pez anaranjado y deja en el aire un fresco semicírculo de pizcas acróbatas.
El borracho, como un pensamiento mustio, flota sobre la tierra ambarina. Agita su cabeza de un lado a otro. ¿Canta? ¿Gime? Quizás marque los tristes segundos que componen la tarde. Segundos de labios vocingleros y ademanes de fulana. Segundos que se aproximan a los oídos de los mullidos mocosos y les cuentan de qué va la muerte.
Es el único que ve al súcubo que surge tras el pequeño seto. Ese que porta la Espada Flamígera en sus manos huesudas. Ese que lleva en su pecho un escapulario con el rostro de Azrael.
Sabe que es demasiado tarde para el cisne. Ve como el diablo salta sobre el lomo nevado. Luego observa el rastro carmesí sobre el sinuoso cuello. El rastro que marca la ruta de los hombres oscuros, el sendero de los olvidados, la senda que conduce a la marabunta que devora hombres y haciendas.
Grita una señora que lleva como sombrero el dolor del mayor de sus hijos. Grita otra, que oculta entre sus manos convulsas una enorme cama deshecha. Se sobresalta una tercera a la que hace exactamente seis meses que no le late el corazón, pero que vive porque no se ha dado cuenta, ni nadie, aún, se lo ha dicho.
El borracho se aproxima al animal herido de muerte. La tarde ha tomado un color ceniza que la hace atractiva. Es un gris elegante que resbala por las paredes de los edificios, que se cuela en las gargantas de los viejos y les hace toser trabalenguas y crucigramas y también recordar cosas que nunca fueron.
Es un gris que no extraña a nadie. Es oportuno, como el rencor de un fusilado o el accidente mortal de un moribundo. Es un gris hermoso que sabe a demanda judicial, a encono de juez untado, a tiro de gracia, a chocolate con un noventa por cien de cacao. Es un gris, gris. Que evoca cinturones de cuero, cuartos oscuros, confesionarios, cadáveres de palomas y picos de gaviotas. (Y hachas y melenas vikingas) Es un gris que recuerda a un padre hijo de puta, o a una madre sin brazos. Envuelto en gris se acerca el borracho al cisne herido.
Ahora suenan acordes lentos y planos de Mendelssohn. El volumen es como de mordida de cocodrilo. Tan impúdico y grosero que tapan las madres los oídos de sus hijos. Depositan sobre las tiernas orejas unas manos resecas, manos que, pronto, comienzan a transformarse en polvo.
Observa el borracho cómo las madres momias se diluyen mientras el cisne agoniza. Las madres inútiles portadoras de hombres que nacen ya muertos. Las madres que suplican misericordia al azar y rezan a las inhabitadas cruces que coronan los terrores más profundos.
Mira el hombre horrorizado cómo las mujeres se deshacen en millones de moléculas que arrastra el viento. Pareciera como si a dios lo hubiese herido de muerte el diente de leche de un niño.
Mientras, el cisne agoniza y el borracho acoge su muerte como la vida acoge a los ilusos.
Nada hay, murmura el hombre. Quizás solo el amor que se entierra entre dólmenes y dinosaurios, bajo el descaro de los sexos y el hedor del plástico. Nada hay, murmura el hombre. Quizás solo esta hambre infinita, la sed roja, el acueducto seco, los peces ciegos, el invisible temblor de los ríos detenidos.
Nada hay, murmura el hombre.
Pero el cisne ya no lo escucha.
-Bases y relatos recibidos-
