Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


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Tercer Concurso de Relatos Breves

HIJAS DE LA ARENA
de Casasola

Nada supe de ellas, ni sus nombres, ni su edad, ni su país de origen. Solo supe que llegaban con la noche y con la luna.

Recuerdo la primera vez que las vi. Iba caminando por el paseo marítimo con esa lentitud que se apodera de la gente cuando está de turismo, con la vista puesta en esto y en aquello: las farolas que reflejaban su haz de luz sobre la arena, una pareja buscándose los besos en la oscuridad de las olas, un coche con música y promesas de nocturnidad sin límites y, de pronto, unas risas llamaron mi atención. Giré la cabeza a la derecha. Lo que vi me impactó. Un grupo de mujeres, de otra raza, envueltas en telas multicolores, jugaban animadamente a un juego desconocido para mí. Me acerqué despacio. Les di las buenas noches y les pregunté si podía quedarme un rato a observar, a lo que respondieron con un gesto afirmativo de sus cabezas.

Olvidadas de mi presencia, continuaron la partida. Era una imagen cautivadora la que tenía ante mis ojos. Cuatro mujeres sentadas en la arena, cubiertas con una pieza de tela que sólo dejaba ver parte de sus rostros, de sus manos y de sus pies que tenían semienterrados en la arena. No parecía una postal de una playa del siglo XXI, sino una instantánea sacada en un oasis de un desierto atravesado por caravanas milenarias. La visión de esas mujeres me atrapó. Su idioma, que hacía pensar en tribus nómadas, sus risas profundas, primitivas, sus gritos con ese movimiento vertiginoso de la lengua hacia atrás y hacia adelante, cuando alguna conseguía una buena jugada. Todo llamaba la atención en ellas, pero lo más peculiar era que parecían formar parte de la arena, como si emergieran de ella, como si sus cuerpos estuviesen hechos de granos de arena.

Un paño de color azul sujeto con piedras, sobre un cartón, hacía las veces de mesa de juego. Yo observaba muy atenta tratando de entender las reglas de aquel divertimento. Por turnos cogían varios palos largos, los removían con maestría, entre las manos y, con un certero golpe, los tiraban sobre el paño. En ese instante, se desataba una autentica algarabía. Al unísono, reían, gritaban, exclamaban palabras ininteligibles para mí. Acto seguido una de ellas desplazaba unas fichas por un artilugio de madera con muescas que tenía situado a su izquierda. Embrujada por completo, no queriendo invadir su intimidad, agradecí su amabilidad y continué mi paseo. A partir de entonces mi vista no logró centrarse en nada más. Todo mi ser había quedado atrapado en esa imagen.

A la noche siguiente encaminé mis pasos hacia el mismo lugar. Me sentía excitada, ansiosa. Escudriñé la playa en todas direcciones: no estaban. Desganada, continué mi paseo. A mi regreso, cuando ya no las esperaba, las vi. Esa noche eran cinco. Allí estaban, nuevamente, las hijas de la arena, envueltas en telas, noche y luna.

Esta vez había más luz. Observé detenidamente sus rostros. La más joven me miraba de reojo, con discreción, como si no quisiera que las demás se dieran cuenta. Me fijé en los pies de todas ellas. Estaban delicadamente adornados con curiosos dibujos de tinta negra. Contemple su agilidad en recolocarse la tela en el rostro o en la cabeza cada vez que se les desplazaba al tirar los palos. Era un movimiento vertiginoso de sus manos. De los palos a las telas, de las fichas a las telas, de las risas a las telas, de los gritos a las telas. Esas manos que tenían asimiladas por siglos, por costumbre, por tradición, la misión de ocultar sus cuerpos.

Nada de lo que había visto en mi periplo turístico me había llamado la atención como el encuentro con ellas. Había visitado monumentos, jardines, paisajes, pero no me infundían esa sensación de algo sagrado, misterioso, único.

Así transcurrieron varios días. Ellas llegando con la noche y con la luna, y yo acechando su llegada, con impaciencia. Yo de pie y ellas sentadas en la arena. Se había establecido una complicidad entre nosotras. La joven llego a decirme que yo dar suerte a ella.

Cada noche soñaba con que me invitaran a jugar. Pero eso no sucedía. Compartíamos durante un rato ese momento mágico, y acto seguido yo continuaba mi paseo. Pero un día al despedirme de ellas, pues me marchaba al día siguiente, la joven me invitó a jugar, obviando la mirada severa de las otras mujeres. Sus ojos aterciopelados, de una cadencia y embrujo que no había visto antes se clavaron en mis pupilas. Nosotras enseñar. Se lo agradecí. Le puse la excusa de que por un problema de espalda no podía sentarme en esa posición, y menos en la arena fría. Ellas sonrieron con discreción y delicadeza. La joven, me sostuvo la mirada unos segundos. Era una mirada agridulce, llena de sueños y preguntas. Me pareció adivinar en ella un sordo lamento. Sin que yo lo esperara se levantó. Cogió mis manos. Ante la sorpresa de las otras mujeres esbozó una sonrisa franca, cálida, agradecida. La tela le resbaló hacía los hombros dejando ver un hermoso cabello color canela que iluminó unos ojos de un color imposible, de otro mundo.

De regreso al hotel pensé porqué había rechazado la invitación que tanto deseaba. La conclusión es que me habría parecido una impostura participar, aunque pudiera aprender las reglas, en un juego cuya tradición desconocía. Me habría sentido como si pudiera romper el hechizo que ellas transmitían, la sabiduría de una estirpe milenaria, esa simbiosis que ellas tenían con la arena.

Han pasado muchos años desde aquel encuentro. Incluso pienso que nunca sucedió, que fue solo un sueño. No he podido olvidar ese grupo de mujeres que me transportaban a lejanos desiertos, a tiempos ancestrales. Y en especial a la joven que calladamente soñaba con otros mundos donde poder dejar su cabello al viento, no tener que tapar su cuerpo, y poder bañarse en el mar, con el único abrigo de las olas.

Ahora, cada vez que voy de vacaciones a alguna playa, miro con una mezcla de desasosiego y esperanza. Escudriño la playa palmo a palmo por si ellas llegaran con la noche y con la luna. Ellas, las hijas de la arena.




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