INDESCRIPTIBLE BLUES
de Lebowski
Sevilla, 1 de noviembre de 2084
En los últimos decenios, la ciudad se había expandido como la infección en un cuerpo muerto, imparable y devoradora; engullendo campos, aldeas, pueblos enteros. Una vasta superficie de norte a sur, de este a oeste, manchaba el mapa con el color del ladrillo. Esta extensión estaba coronada por dos grandes autopistas elevadas: la Costera Oeste, arrancaba desde la dársena derecha del rio y sobrevolaba dirección a Matalascaña, atravesando lo que en su día fue el Coto de Doñana, ahora transformado en barrios residenciales, bases militares y polígonos industriales; y la autopista del Suroeste, que unía Palmas Altas con toda la margen izquierda del Guadalquivir, hasta Chipiona. Dos flechas de hormigón, buscando el mar.
Por el poniente, sin prisa, caía un sol de acero. Al levante, sin complejos, se anunciaba la luna llena. Las luces comenzaron a encenderse iluminando los aburridos rostros de los urbícolas.
Junto a los recreativos de la avenida de la Raza, sentado en el bordillo, con los pies en la carretera, Quentin García permanecía con la cabeza agachada, vomitando sus miserias. Su pelo negro y desbaratado caía sobre un rostro marcado por el submundo de la desconfianza, los rollos chungos y la vida dura; un rostro impenetrable. Quentin García a pesar de sus 21 años, valía, en aquel momento, menos que un gato aplastado en mitad del asfalto.
A su alrededor, los bares comenzaban abarrotarse y toda la hilera de teatros, cabaret y puticlub del Barrio Rojo, bullían como ollas de cangrejos cociéndose. De repente, Quentin sintió un frenazo, levanto la vista y se encontró con un Lamborghini Diablo que se le abría la puerta delantera. Al volante un pureta de unos 60 años sonreía invitándolo a subir.
Se quedó con la situación, conocía los gestos. Se dijo para sus adentros -Esto puede estar bien, es domingo, los bolsillos vacíos y ninguna chica me espera-
Subió sentándose junto al menda. Este, sin soltar su sonrisa, arrancó dejando atrás a la canalla.
La noche había caído sobre la ciudad. Frente a ellos la oscuridad de la autopista. El tráfico era intenso, todo quisque se había tirado a la calle para disfrutar del calor de la noche. Las luces de los coches centelleaban como bengalas. En la lejanía se veían edificios encendidos y hombres en las ventanas, descamisados, con los pensamientos perdidos en un infinito sin futuro.
El coche era cómodo y olía a dinero. El tipo abrió la guantera y sacó una petaca ofreciéndosela a Quentin. Bebió el mejor whisky que había en la ciudad. -Un pez gordo- pensó.
Pararon en “El Flamenco”, un club privado de gentes de zapatos finos, asentado entre la base Militar Americana y la de la OTAN, en lo que antiguamente fuera los pinares de La Algaida.
Apalancado en la barra, Quentin observaba el ambiente en silencio, atraído por lo que le rodeaba. Susurros a media luz, reflejos sin estridencias, música de vibráfonos, cristalina como el agua.
El pureta miraba a Quentin sin dejar de acariciarle los pelos, que caían en rizos sobre la frente, deshaciendo lo que había sido un potente tupé. Quentin sintió de súbito como le subía una arcada y sin cortarse vomitó. El tipo, incomodo por la situación, pagó la cuenta y se lo llevó hasta el coche.
-¿Te sientes mejor?
Silencio
-Vamos a mi casa y descansamos un rato.
Bien sabía Quentin que no le ofrecía descanso sino jaleo. Asintió con un gesto de indiferencia. El tipo le magreo los cojones al tiempo que abandonaban la autopista para entrar en una zona residencial. El coche aparcó delante de un chalet y entraron.
La estancia era amplia, con una disposición en todos sus elementos en la que se notaba el toque de un espíritu delicado. Cada detalle contribuía a crear un ambiente relajado, hecho para gozar.
Quentin, desde que lo parieron, solo conoció lugares oscuros y roturados, habitaciones con cama destartaladas y cocinas apestosas, rincones en calles sin salidas, donde dormía entre cartones, rodeado de ratas.
Se dirigió a la chimenea, cogió el atizador y lo apretó fuerte. Las venas de sus brazos desnudos eran como maromas de barcos.
El fulano se acercó a un mando y apretó el play, una suave música de piano lleno la estancia.
-Es Satie, ¿te gusta?
Quentin no sabía de qué hablaba, por respuesta le espetó:
-La pasta primero.
Con cautela y tanteando la situación, el tipo abrió un cajón y sacó un fajo de billetes. Poco le duró, Quentin de un felino manotazo se los voló de los dedos y amenazándolo con el atizador lo arrinconó.
-Dame las llaves del coche.
-Te estas metiendo en un lío chaval.
Quentin le arreo un zurriagazo con el atizador, el tipo grito y sin pensárselo dos veces le dio las llaves. Quentin las cogió y sin dejar de mirarlo comenzó a retroceder hacia la entrada. El pureta se lanzó sobre el cajón abierto y metió la mano, antes de que pudiera sacarla comenzó a recibir golpes. Cuando la locura se apodera de alguien, cualquier situación violenta es previsible. La paliza que recibía el menda, era la prueba de que toda la herencia de Caín se adueñaba de Quentin. La venganza de siglos de opresión. La eterna lucha de clases.
-¡No me mates! ¡No me mates!
Repetía una y otra vez con la cara desencajada, al tiempo que sacaba la mano del cajón dando un tremendo alarido; la música de Satie interfería con los enormes berridos del pureta que, arrinconado, mantenía el brazo derecho levantado, de la palma de su mano se penduleaba, atravesándola, unas enormes tijeras.
Quentin salió dando tumbos, tropezando con todo lo que encontraba. Subió al coche y la arrancada fue tan brutal que se tragó la verja que rodeaba el chalet. Los gritos seguían rebotando en su cabeza
¡No me mates! ¡No me mates!
Solo veía manos atravesadas por enormes tijeras chorreando sangre, ríos de sangre; tenía que calmarse. Cogió la petaca y bebió un largo trago. Dio marcha atrás y salió a toda velocidad tomando la autopista de regreso.
En su cabeza, patrullas de policías acechaban en cada curva. Abrió todas las ventanillas, el aire le fue calmando. Se desvío por una carretera secundaria. Fueron apareciendo enormes complejos industriales, míseros arrabales. Su intención era llegar al centro antes de que informaran a las patrullas.
El casco antiguo de Sevilla estaba totalmente cerrado por un telón de acero, su acceso estaba prohibido, solo reservado para los turistas que lo habitaban temporalmente, para la gente de pasta gansa y para la cofradía del taco. El resto de la población sobrevivía en extramuros.
-Con este carro y el fajo de billetes, no tendré problemas, garantía de paso. Por fin podré pisar las calles por las que caminaron mis abuelos.
Bebió otro largo trago y gritó hasta quedarse ronco.
La carretera estaba menos transitada que la autopista, de vez en cuando algún que otro camión. Todo era desolación y cemento, ni un solo árbol. El aire estaba preñado de las porquerías que soltaban las chimeneas de las fábricas. Llegó al Aljarafe, desde la altura se veía la ciudad toda iluminada, dándole la bienvenida.
Volvió a gritar.
Entró por la Puerta de Córdoba, sin ningún problema; el segurata de turno subió la barrera nada más ver el Lamborghini. Hasta saludó.
Aparcó en una plaza, donde un enorme luminoso, sobre la fachada de una casa palacio, anunciaba el “Hotel Residencial Pumarejo”. Salió del coche seguro de sí mismo. Se le había pasado la borrachera. Cruzó los veladores de la plaza donde solo se escuchaban voces bárbaras, idiomas de guiris. Cogió, llevado por el instinto, la calle Relator. En la esquina con Parras, divisó un luminoso que le llamó la atención “Boîtes de Nuit La Carbonería”. Tenía talegos en el bolsillo y toda la noche por delante. Una música distinta le daba la bienvenida.
El lugar era pequeño y oscuro, las paredes estaban tiznada de negro, y colgaban en las ventanas y techos, formas misteriosas parecidas a las telarañas, ocurrencias de los interioristas de la época. En la penumbra, se adivinaban parejas que se repasaban las encías y se metían manos, dándole al lugar una atmosfera de amantes y ladrones. En la pista de baile, una joven como poseída por el diablo, bailaba funky jazz.
Quentin se apalancó en la barra, no había nadie detrás del mostrador. Pasado unos minutos, apareció una anciana cojeando, superviviente de un pasado remoto y luminoso. Sonrió y le sirvió un whisky, se lo bebió del tirón. La mujer volvió a llenar el vaso, y él lo volvió a vaciar. La mujer hizo un gesto a la bailarina, esta abandonó sus trances diabólicos y se acercó. Cruzó unas palabras con la anciana. Tomó a Quentin de la mano llevándoselo a un reservado, este invadido por una placidez repentina que le anulaba su voluntad, se dejó arrastrar. La chica comenzó a correr unas cortinas lentamente, antes de que estas se cerraran, Quentin sintió que todas sus fuerzas y sentidos le abandonaban.
Se despertó atado de pies y manos, en aspa, desnudo sobre una cama inclinada. Reconoció el lugar, la estancia del pureta. La misma decoración, la misma música de Satie y la misma voz.
-Te lo advertí chaval, te has metido en un buen lio.
El tipo apareció vestido con un batín rojo con motivos florales. Una mano la tenía vendada y la otra sujetaba unas enormes tijeras.
Por el poniente desaparecía la luna llena, por el levante se abría paso el sol. Las aguas del rio resplandecían con los primeros rayos. Sobre la cubierta de un barco, un grupo de turistas borrachos, bailaban los ritmos que ejecutaba una orquesta, ajenos al cuerpo que flotaba en el rio, un cuerpo joven, desnudo, sin sangre en las venas y sin polla.
-Bases y relatos recibidos-
