MEDIDAS POCO CONVENCIONALES
de Inmaculada Solís

Era el sexto día que Yayo Galán no pronunciaba palabra. Sus vecinos no salían del asombro. Galán decía que tenía la boca destemplada. Nadie sabía muy bien en qué consistía ese mal, pero era evidente que lo padecía a juzgar por la tristeza, mal humor y desazón que veían en su rostro.
La constante charla era el rasgo más notorio de aquel hombre de pelo ensortijado, medio gitano, medio loco, medio sabio, que había llegado a La Peña dos años atrás.
Yayo, como le llamaban los vecinos, era un buscavidas. Nadie le conocía oficio alguno, pero parecía tener muchas habilidades. Lo mismo se le veía reparar un tejado, arreglar una silla, ensamblar piezas para obtener algún artilugio extraño, o hacer labores de campo en el huerto de algún vecino.
Nunca se sabía bien qué pensaba, ni si lo que decía respondía a la verdad o la ficción, pero lo cierto es que no faltaba corro a su alrededor cuando aposentaba su delgado cuerpo en la desvencija silla del café. Solo mirarlo entretenía la tarde de algunos parroquianos afiliados, como él, al whisky, al tabaco y al intenso aroma del café.
Sus ojos no eran ni de un color ni de otro. Dependían de la luz, del genio que gastara ese día, del discurso que su incansable boca argumentara. Su arenga, certera, intensa, avalada por datos y referencias, dejaba traslucir sus muchas horas de lectura, su extraordinaria memoria, a pesar de los años, y su claro posicionamiento contra todo poder establecido. Era Yayo un hombre que llevaba la libertad corriéndole por las venas.
Nadie había podido averiguar nada acerca de su pasado, ni de su procedencia. Había llegado allí con la ropa que lucía, y una pequeña maleta con el asa rota y la piel cuarteada. Se apañaba con poco, y la pequeña casilla que le había alquilado el tabernero era un palacio para ese príncipe de la nada.
Se bebía los cigarros y se fumaba los whiskys sin parar. Se le oía maldecir en el local del Gordo, que se le había enfriado el maldito café. Y es que cuando cogía la taza, antes de beber, ya tenía un argumento que desgranar, o alguna historia se le rebullía en la cabeza. Sus ojos desprendían brillo, ira, candela, cuando hablaba de políticos y curas. Maldecía a unos y a otros por igual, y como medio “buen gitano” les deseaba todo mal de ojo, y de reojo.
Los parroquianos ya sabían de memoria todos sus discursos, pero, a pesar de ello, les fascinaba esa capacidad que tenía de ensamblar palabras de una forma que ellos desconocían. Incluso los ricachones del lugar le tenían su aprecio, aunque le guardaran la distancia. Les resultaba un personaje insólito y distinto, y le profesaban una oculta admiración.
Yayo pasaba horas y horas sentado en un tronco observando las estrellas, escuchando el canto de los pájaros o presintiendo el cambio de los aires que traerían las lluvias. Su sabiduría natural era inagotable. A los niños les contaba de las aves que volaban al este para dormir; cómo diferenciar el canto de un jilguero; qué árboles eran los preferidos de los gorriones y los mirlos para ocultarse...
Nadie sabía si tenía familia. A excepción de Candela, la lechera, nadie entraba nunca en su casa. Ella comentaba, orgullosa, que sobre la pared había colgadas unas fotografías un tanto descoloridas: una pareja de ancianos, debajo una pareja más joven, y al final una reproducción más moderna de unos niños.
Seis días, seis, sin que pronunciara palabra, desde que, según él, se le había destemplado la boca. Apoyaba la mano sobre los labios y movía la cabeza lentamente. Si alguien le preguntaba, contestaba con monosílabos secos, profundos, que parecían provenir de un pozo. Era la primera vez que le conocían enfermo. Ni siquiera compraba la hogaza de pan que administraba para toda la semana. Tampoco el olor a huevos fritos con chorizo, ni las manchas de estos en su camisa daban señales de vida.
¡Era extraño verle callado y taciturno! Ni el doctor, que venía todos los martes recorriendo las aldeas, conocía esa enfermedad. Le insistía en que sería alguna muela picada, pero él contestaba rotundo que muchas veces con el frio la boca se destemplaba. No había que insistir. Era un hombre tozudo, tan independiente y hecho a sí mismo que de haber podido, no hubiera nacido de mujer.
Su vida se regía por medidas poco convencionales. El alba y él se levantaban al unísono. No existía reloj ni tiempo en sus días. Solo un mirar lento, de ver pasar la vida, le era suficiente como medida de su existencia. Podía dormir sin hora, o no dormir en varios días; comer un día entero y beber hasta caer al suelo. Yayo siempre sonreía cuando alguien decía en la taberna que se marchaba porque era la hora de comer o de dormir. Opinaba que la gente comía sin hambre, y dormía sin sueño, por obligación, y relataba sobre ello ante la indulgencia de sus tertulianos, que para sus adentros pensaban que Yayo tenía mucha razón.
Los días pasaban uno tras otro, y él permanecía callado, sentado en la silla que apoyaba contra la desconchada pared, mirando en dirección a la vieja carretera que daba entrada al pueblo.
Después de un mes, ante el asombro de muchos, Yayo grito desaforado un nombre: ¡Marinaaa!, al tiempo que una furgoneta vieja se paraba a escasos metros de su casa. De ella salió una mujer de pelo rojo y risa en la mirada que por primera vez puso un color concreto en los ojos de Yayo. Éste sonrió tranquilo. Al fin había llegado la persona que, como él, tenía otras medidas para tasar el transcurrir de los días, el largo de unos besos, el ancho de un cabello, la eternidad de una risa. Ya no estaría tan solo para fumarse los whiskys y dejar enfriar los cigarros.
Al día siguiente, la famosa boca destemplada de Yayo volvió a cantar.
-Bases y relatos recibidos-
