EL HOMBRE MENGUANTE ALPINISTA
de Jonás
Trepo, yo hombre menguante, desde el suelo a la mesa, como puesto de ácido, con mis ojos limón, mis ojos gelatina, con alma de bolígrafo.
Trepo y trepo hasta el altavoz, oigo el crac crac del frigorífico, la voz de la vecina a los lejos. Me moja la presunción de la calle, me empapan los árboles y pájaros que no veo y los elfos invisibles que viven a solo unos kilómetros de esto que me pasa y que no sé qué es exactamente, solo que escuece como un buen libro o una hostia imprevista o una declaración jurada de abandono.
Desde la mesa contemplo el paisaje, sudo y respiro con cierta dificultad. No ha sido una ascensión fácil, ha estado llena de pensamientos y rincones y saliva.
Ha sido un reto absurdo, ¿a qué trepar? ¿a qué enfrentarse a las nieves perennes que blanquean los caballetes que sujetan mi mesa?
Pero aquí estoy, y miro, desde esta prodigiosa altura, tres guitarras, un fregadero, una estantería blanca, veinticinco libros y un ficus que me compadece o se ríe, no lo sé muy bien.
Aún no hablo el lenguaje de los ficus, aprendo lento, con dificultad. Es un idioma blando y líquido, me recuerda al italiano o al polaco, me recuerda a una sopa fría de melón o a la cara de un niño dormido o al tacto de unas medias o al palpitar del corazón de un pez.
Sí, aquí estoy, sin saber muy bien qué hacer. Ha sido un impulso, solo una necesidad repentina e irresponsable. Estaba tan cómodo en mi sofá, tirado boca abajo, notando el dolor de mi espalda, observando las pequeñas lágrimas que se formaban en mis ojos y caían al suelo poco después. Una tímida catarata, pequeños océanos, restos de decepción, bocetos de un dolor agridulce con textura de guacamole.
Salto del altavoz al filo de la pantalla del ordenador. Es una maniobra peligrosa no exenta de riesgos. Podría caer sobre el rojo de la mesa y hacerme daño o morir, podría quedar incrustado entre las letras del teclado o rodar hasta el filo del tablero para caer de nuevo al suelo lejano. Sería una muerte segura, demasiada altura para un ser pequeño como yo. Destrozaría mis huesos contra el parqué, se abriría mi cabeza, teñiría de rojo la madera, mi sangre se deslizaría por las grietas, taparía huecos invisibles a los hombres de estatura normal. Pero (¡Dios!) lo he logrado y camino como un funambulista por el filo gris de la pantalla.
Suena Sinatra y me siento, con las piernas colgando, con el alma, o aquello que yo tenga que simule un alma, raquítica y esquizofrénica y mustia como las almas de los diablos expulsados del paraíso.
Trato de no pensar concentrándome en la vasta extensión que me rodea: las grandes mesetas de las mesas, los cuadernos sobre ellas, como islas dentro de islas, como testimonios de un vacío lleno de furia y maldiciones, de ruegos y relámpagos, de ofrendas a los tótems que hunden sus raíces en una tierra yerma; las cajas de colores donde guardo mi ropa, enormes cajas amarillas, verdes, rojas y negras. Miro los pequeños trofeos inmóviles sobre el pladur: un jinete medieval, un caballo blanco enjaezado, una caja dorada con el rostro de Buda tallado, un calendario de mesa, una maquinilla de afeitar, un micrófono de atrezo, películas de Jacques Tati, dos relojes, una pulsera de cuero, botes de cristal con lápices y rotuladores gastados, pinceles resecos, un frasco de pastillas, velas, zapatos perfectamente alineados sobre la pequeña alfombra, un pequeño televisor enfermo o muerto.
Todo eso es mi vida, me digo, y me desangro al compás de My Way, marcado por el cuchillo de Frank, por el devenir lánguido de unas notas sicarias capaces de acariciar dulcemente a un cachorro mientras degüellan a un niño, amparado por un techo-cielo blanco y sin estrellas, inquietante por sus grietas, por su aspecto granulado de monstruo, por su confín definido de cárcel, por su absurda pretensión de universo.
Muevo mis piernas que golpean el cristal mientras disparo una ficticia ametralladora sobre mi estómago. Es una arma pequeña, como de juguete, así que puedo hacerlo, pero, a pesar de su infantil apariencia, es letal, sus balas tienen nombre y apellidos y un número de móvil y un rincón en un bar o en muchos.
Todos esos proyectiles llevan grabado un interrogante. Un interrogante que es la figura de una bailarina exótica pintada en un cartón viejo, o una sinuosa partitura plagada de semicorcheas, o el encefalograma de un hiperactivo o el pico de un colibrí contra un viejo y agotado roble.
Pero no sangro ni muero ni siento dolor, solo aprieto el gatillo y noto como esas balas parlantes entran en mi cuerpo y quedan alojadas en él, cada una en un órgano o en un sitio neutral y poco determinante para impedir el normal ejercicio de sus funciones.
Noto cómo se desplazan. Van y vienen a voluntad, tienen vida propia. Son balas inteligentes que pueden subir hasta mi cerebro o bajar hasta mis pies o dejarse caer por el tobogán de mis brazos hasta la punta de mis dedos o titilar en un baile ligero sobre el mismo punto, quizás celebrando algo o, simplemente, divirtiéndose como se divierte el puño de un hampón contra un cráneo desnudo y desvalido.
Juego a dejar mi cuerpo oscilar sobre el vacío, estirando los brazos, flexionándolos, desplazándome hacia delante en un movimiento suicida, arriba y abajo, arriba y abajo.
Noto ese brutal vértigo en mi cabeza que de pronto muta en un trozo de tocino, en una masa espesa y cuadriculada, en una gárgola aún no desvelada por la piedra, en la sombra de un triste edificio soviético agonizando de nostalgia en una calle de Varsovia.
En el aire aparece una figura tenue de la que solo puedo intuir el fino trazo de su perímetro, mientras jugueteo con mis brazos y mis piernas. Esta figura no es nada reconocible, es un ente, un ser de cualquier naturaleza, no humana obviamente, indefinido, pero sé que alado. Lo sé porque al pasar muy cerca, casi rozándome, he notado aire de ala, olor de ala, feromona de ala.
Es esto muy sutil pero perfectamente reconocible por los tipos capaces de enfrentarse al reto de escalar una mesa, o de convertir cada pensamiento en un vómito o de rezarle a todos los dioses sin creer en ninguno.
En un instante me dejo caer desde lo alto sin importarme la posible sangre derramada, el desgarre de músculos y vísceras, el demoledor crujido de mis huesos rotos. Me dejo caer con total convicción, sin el miedo royendo mis pies, notando el inicio del vuelo, en un estado casi místico en el que todo deseo ha desaparecido, todo concepto, incluso mi cuerpo que disgrega sus células y las expande por la habitación como pequeñas gotas de laca escapando de un aerosol.
No me queda más que volar y volar, pienso ahora que eternamente, acompañado del ser indescifrable que nunca se descubre pero que me regala su rumor de ala, su serenísima invisibilidad, su silencio.
Llevamos meses aquí, o años quizás, es complicado medir el tiempo en este estado. Puede que la vida se haya extinguido ahí afuera, puede que hayan desaparecido hombres y bestias y plantas, puede incluso que el planeta se haya desintegrado a la orden de su vocación suicida, puede que ya nada exista salvo yo y mi amigo, mi amigo alado, yo disperso y sin forma, ya casi sin pensamiento, elaborando piruetas cada vez más complejas, en vuelo rasante sobre libros y alfombras, tirándome en picado, por pura diversión, desde la lámpara al parqué, posándome de vez en cuando, agotado y sudoroso sobre cualquier hoja del ficus.
-Bases y relatos recibidos-
