Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


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Tercer Concurso de Relatos Breves

EL BESO DEL HOMBRE MENGUANTE
de Jonás

Cuando inevitablemente, porque la vida conjura y gusta de crear paradojas, túneles y recovecos, el hombre menguante se enfrenta a un beso, surgen dos fenómenos que afectan tanto a su delicado cuerpo como a su atormentada psique.

Físicamente se estira, literalmente llega a alcanzar una descomunal altura, tanto que la mujer queda, vestida o desnuda y ciertamente sorprendida, allá abajo. Es una mujer hormiga que estira su cuello a la búsqueda de unos labios pájaro que han alzado un repentino vuelo.

El hombre agacha su cabeza, entre sus hombros tensos, erguido sobre las puntas de sus pies, también busca la boca de la mujer, anhela la saliva, la lengua, los dientes, cada pliegue oculto, cada mordida suave o decidida, pero una fuerza diabólica o divina le empuja hacia arriba como si una nave extraterrestre, un luminoso rayo estelar, pretendieran abducirle para llevarle a algún otro sistema planetario, a otro universo a millones de años luz del que pertenece.

Se produce un interesante combate entre los dos seres, se diría que una tragicómica performance. Se esparce un olor que a veces es agrio, a veces como el dulzón aroma de la muerte, otras como a césped recién cortado o a pulpa de una fruta exótica de textura resbaladiza.

Un observador decidiría que el hombre trata desesperadamente de huir de la presencia femenina, de aquello que más que un placer podría considerarse, a simple vista, un ataque, una agresión, la sacrílega violación de una tierra sagrada. Pero también observaría la contradicción de una erección, los ojos brillosos y suplicantes, las orejas enrojecidas, los brazos trémulos y un crepitar casi inaudible como de minúsculas cáscaras de nuez pisadas por un ejército de protozoos. También la media sonrisa idiota del hombre y una especie de ridículo empuje hacia atrás. Un contrasentido que le surge automático como un tic, como un deseo de infante caprichoso o una plegaria frente a un pelotón de fusilamiento.

Esto haría pensar en lo contradictorios que resultan ser los hombres menguantes, en cómo tratan de alejarse recurrentemente del placer, como a la búsqueda constante de un consolador silicio, de una redención que solo es una imagen sobre un altar o unos ojos de madre o la última pieza de un puzle desquiciado que tratan de completar en un sofocante ejercicio de funambulismo espiritual.

En esos escasos y decisivos momentos se producen fenómenos físicos incomprensibles en el interior de nuestro hombre:

Lo crean o no, se origina un desplazamiento de vísceras, como si hígado, páncreas, pulmones, corazón, riñones y todo aquello que permanece oculto dentro de los humanos, por no horrorizar mostrando su repulsiva viscosidad, el repugnante entramado que las une, hubiesen comenzado un juego, una danza de histéricas bailarinas, un baile de brujas ebrias y malolientes, un aquelarre de acólitos de un bokor de manos sanguinolentas y mirada perdida frente a la imagen de un santón haitiano.

Comienzan las entrañas por cambiarse de sitio: Baja el corazón y sube el hígado. Se desplaza el páncreas hacia la espalda y los pulmones hacen cabriolas como de trapecistas epilépticos, dentro de una apretada carpa cetrina, al son de una música tan parda y densa que podría recordarnos el sabor de la madera o el olor del cuero.

Marca el corazón el ritmo de la visceral danza, y sus sístoles y diástoles conforman una percusión de tambores africanos o caribeños, un tantán grave en compases ternarios, una llamada a la ceremonia, a la celebración de no se sabe qué. Una misa negra quizás, o un rosario, o un viacrucis, o el suicidio en masa de una secta enloquecida, la puesta de largo de una señorita virginiana vestida por negras y mulatas en una habitación sureña alérgica al vigor del ébano.

Pero lo más escabroso en estos casos para el hombre menguante, acostumbrado a dolores y desarreglos físicos de distinta consideración, no es esa danza que intuye desde su desacostumbrada altura, sino la concreta sucesión de imágenes que dibuja su cerebro mientras se desatan la lucha de labios y las humedades y los tics inevitables.

Esto sucede con más virulencia y le resulta mucho más dramático y doloroso si la mujer en cuestión es de tierra adentro, porque el hombre menguante no entiende de ningún modo la matemática del sentimiento de las mujeres sin experiencia de mar.

Previo a las imágenes, lo primero que nota es como su cerebro se despega del cráneo. Es una desagradable sensación que le produce cierto dolor, pero, más allá de esto cobran presencia distintos fenómenos psíquicos, como el recuerdo de un olor a dama de noche y a jazmín, de cocinas y dormitorios, de un autobús boca abajo en una cuneta.

Oye el rumor de un río y contempla una vereda que termina en un muro infranqueable construido con cadáveres de bestias y escucha el sonido de unos pasos, un chas chas inquietante como si un gigante o un animal descomunal pisaran granos de arroz, o almendras, o huesos molidos. Permanece entonces impasible, mirando las oscuras nubes, bajo una persistente lluvia de insectos que, finalmente, se esparcen sobre el suelo dejando un manto marrón de metatórax y élitros mustios como pensamientos de ancianos.

En su peculiar estado observa una fuente en una plaza con un chorro central que mana a trompicones, arrojando el agua de forma intermitente a distintas alturas, como aquejada de una brutal prostatitis, de una inflamación originada por un magma antediluviano y feroz. Así hasta que repentinamente cesa la eyaculación y solo queda un silencio de automóviles y palabras encadenadas.

También surgen en el cerebro del hombre menguante aviones y despachos, corbatas y perlas, montañas y un frasco de Chanel vacío sobre la repisa de un baño, y, más adelante, los ecos lejanos de un góspel y la trompeta de Chet Baker y una voz melosa que le recuerda que quizás sea dios o ángel, pero también humano y tangible y propenso a la muerte.

Todo esto, claro, sucede a la vez, mientras la mujer se yergue y él trata de avanzar hacia atrás, mientras en la calle los turistas meriendan piedras untadas de semen de adolescente, mientras la tarde se difumina apagando pájaros, árboles y farolas y cuerpos esparcidos sobre el césped, como racimos de células anhelantes, junto a un río azul adornado de pluma de pato y brillantes rocas como de plexiglás.

Nunca se sabe como acabará este acto, este breve sainete, este encuentro entre mujer y hombre menguante. En cualquier caso depende casi siempre de la decisión de la mujer, de aquello que estime o precise, de su capacidad para adentrarse en la incongruencia ajena, puede que de su misericordia.

Es bien sabida la mansedumbre de este espécimen masculino, de este macho omega que en ocasiones no se sabe muy bien si es mujer o hombre, cristal o plástico, jugo de arándano o mercurio, mineral o vegetal.

Muy probablemente, si esa es la voluntad femenina y pese a su despegado cerebro, a su baile de vísceras, a sus imágenes mentales, a su tendencia a la huida, acabe rendido ante saliva y lujuria, ante lo único que el hombre menguante soporta realmente aunque a veces le produzca taquicardias y temblores, demoledores tsunamis o un instante de sagrada reconciliación con el planeta, a eso que los humanos, tan dados a bautizarlo todo por puro vicio o por no naufragar entre tanto concepto inútil, le llaman belleza.




-Bases y relatos recibidos-

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