COSTUMBRES Y PRINCIPIOS DEL HOMBRE MENGUANTE
de Jonás
Para el hombre menguante el sentido de la vida consiste básicamente en saltar rítmicamente sobre el mismo sitio, a poder ser acompañado por música de Miles Davis o John Coltrane. Esto le lleva invariablemente, sea cual sea la etnia a la que pertenezca, a transmutarse en cínico, que junto con el suicidio, son las únicas opciones aceptables para cualquier ser inteligente.
El hombre menguante, cuando llega a esa cierta edad en que el gorjeo de las palomas y la eternidad de las piedras comienzan a inquietarle seriamente, se mira todas las mañanas, con aplicado detenimiento, al espejo para observar su rostro.
Le preocupan especialmente la simetría y la textura de las manchas. Puede detenerse durante interminables minutos en un perímetro rosado, en un desplazamiento repentino en alguna ladera de sus mejillas, en un pliegue como de sábana bajo la barbilla, en un pelo cano y desafiante que ha crecido más que otros y que se yergue níveo contra la aburrida lasitud de sus compañeros.
El hombre menguante bebe té verde despacio nada más despertarse, nunca café, nunca azúcar. Prefiere el amargor chocando contra el paladar, como un auto enloquecido o una mujer indecisa, o bien, en ocasiones, el nacarado sabor metálico de un edulcorante.
El hombre menguante gusta de desplazarse divertido por los toboganes amarillos que forman la curva de los plátanos, también puede orbitar durante horas alrededor de una manzana depositada en el suelo, sintiéndose satélite, luna, planeta, decepcionado gusano.
En general sabe cocinar, pero es anárquico y atrevido, casi esperpéntico y paradójico, en cuanto a los sabores que elige para confeccionar sus platos.
A veces saben a océano y roca, o a pétalos de tulipán con un toque atrevido de curry, o a romero y tierra o a pimentón y rosal.
Alguna vez la comida, aún preparada con tiempo y esmero, no sabe a nada, absolutamente a nada, solo es textura, una masa blanda entre sus dientes, algo de color indefinido que se ha introducido en su boca con el fin primario y elemental de suministrarle energía, de proporcionarle un sustento en una ceremonia exenta de placer alguno.
Gusta de la soledad porque no entiende los perfiles del otro al que intuye como púa o navaja o cristal o revólver o sal.
Gusta de la soledad porque prefiere el vuelo de altura, por aquellos cielos en los que siempre falta oxígeno, al aburrido vuelo rasante sobre el verdor de los campos o las heridas de la tierra, mutadas ya en abominables costras marrones, que resultan ser las ciudades.
El hombre menguante no folla, no coge, no hace el amor recurrentemente. El sexo es para él un excesivo tronar de minas antisubmarinas, los besos un batiburrillo de órdenes encubiertas, los gemidos un coro de plañideras en el triste entierro de lo fugaz, los fluidos un almacén repleto de sustancias para atrapar moscas, las mismas que acabarán siendo devoradas, crucificadas, por arañas pacientes y aterradoras en una imperceptible red entre las dos ramas de un arbusto vulgar, al pie de una carretera o en cualquier jardín cursi geométrica y obsesivamente estudiado.
El vino, sin embargo, le resulta placentero, más que placentero necesario, más que necesario imprescindible. Aprovecha sus horas libres o una decisión repentina de dejar de acariciar su cerebro, o un instante en el que el mundo ha debido pararse para respirar o desnudarse o pensarse si explotar o no, para acogerse al rojo vaivén, a la lujuria de la uva masacrada, al fuego fatuo que brota del esófago a cada trago y al fraseo nervioso de las neuronas sorprendidas por el ataque carmesí.
En esos momentos, quizás por ello lo haga, el hombre menguante puede volver a sentirse humano e incluso recupera cierta capacidad para recordar. En su pantalla aparecen gustos y disgustos y hombres y mujeres y él mismo interrelacionando con una monstruosa galería de cuadros colgados en un museo triste y sombrío como un amante despechado o una madre arrepentida.
Acude a veces al teléfono y, o bien teclea desordenadamente, o bien habla con alguien. Ese alguien es casi siempre melancolía o crujido de gavia. Casi nunca consuelo, casi nunca seda sino lija capaz de desollarle, de arrancarle la vida célula a célula como podría hacerlo un torturador enloquecido.
Ese alguien es siempre el tenso bramante que le ata al mundo que abomina, ese alguien, sin saberlo, sin quererlo, aún pretendiendo mostrarse solícito y amable y cercano, es una melodía desafinada, nota y semitono sonando a la par, saxo de payaso, una secuencia de acordes sin sentido alguno, el agudo de un clarín desentonando, atormentando una mañana clara, clavándose en la corteza de los árboles como la estrella asesina de un ninja borracho.
Cuando vuelve a casa es el justo momento en que comienza a considerar seriamente la posibilidad de desaparecer. Difuminarse veloz en el instante en que todo calla. Cuando las calles muestran con descaro sus nombres, como sombrías lápidas, y los silencios, psicópatas armados de promesas fariseas, acechan. Cuando los hombres andan bajo las sábanas como buzos sin mar, sacudidos por deseos o pesadillas, atrapados en la insoportable blandura de la existencia, recibiendo destellos de paraísos imaginarios, construyendo su ansiolítica e inútil fe, labrando segundo a segundo otra teoría infame que les permita seguir vivos a la mañana siguiente, seguir respirando, seguir tragando, seguir destruyendo animadamente al hermano, seguir por querer continuar amando esa preciosa sustancia que sin remedio le oxida y que, inevitablemente, acabará con él.
En casa, el hombre menguante, la cabeza dispersa, el ánimo desmembrado, el pulso inestable, toma una última copa de vino que no acaba porque el sueño le vence y las líneas de la mesa, de la cama, de los objetos de su mundo, aparecen desvanecidas como jóvenes e inexpertas doncellas frente a una bestia.
Beber más, o menos, ya resulta imposible, porque ha acabado un ciclo y hay que volver al sueño reparador, a la vida eremita, al trabajo consuelo, al orden y a la neurosis, al sonido de las guitarras o al ardor de las letras.
Realmente ha sido una nueva victoria del hombre menguante, ha vuelto a enfrentarse a Medusa y ha vencido, lleva victorioso una cabeza coronada de lánguidas serpientes entre sus manos.
Lo sabe a la mañana siguiente, observando complacido que no se ha transformado en piedra ni en sal ni en cosa. Lo sabe aún en medio de su resaca emocional, resaca, otra característica del hombre menguante, que no se manifiesta en ardores, fatigas o vómitos sino en una sensación constante de irrealidad, de no estar aún estando.
El hombre menguante tiene un zafú rojo sobre el que se sienta para no meditar, en un arriesgado ejercicio de descreimiento húmedo de superstición. Obviamente ya sabe que nada sabe y que nada va a llegar a saber. Entiende perfectamente que su mente, como la de todo humano, está diseñada para volar, dispersarse libre y alegremente, para parir cientos de miles de ideas fantásticas y crear mundos formidables. Comprende que su cerebro tiene capacidad para auto preguntarse sobre cientos de cuestiones vitales para un ser alojado en un planeta demoledor y siniestro como este que lo acoge. Pero también es consciente de que está condenado al abandono, a la soledad, al hastío más absoluto, al cruel e irritante silencio de los dioses. Quizás, piensa, no existan. Quizás, piensa, ni siquiera existo yo.
Podríamos decir, en fin, que el principio fundamental de este ser es un profundo descreimiento sobre todo y todos, una certeza de vacío, una sensación, que oculta con elegancia y estilo, de total abandono a la casualidad y al caprichoso juego de bacterias, virus y moléculas. Así que solo se levanta finalmente desplegando en sus labios algo parecido a una sonrisa, enciende el ordenador, trastea, suena So What, comienza a saltar sobre el mismo sitio. Una y otra vez. Una y otra vez...
Esto es la vida, se dice, mientras observa las sartenes, la tostadora blanca, la tabla de cortar y los impolutos vasos sobre la encimera, mientras le muerde con dulzura un rayo de sol que entra por el ventanal, mientras la piedra de la pared y los compases y el fraseo de trompeta le muestran una dimensión amable sobre la que botar y botar sin miedo, con ritmo, sin vergüenza alguna ni sentido del ridículo, como un niño en un parque, como un balón loco que corre suicida bajo las ruedas de un auto, como un electrón que gira y gira sobre su átomo, solo porque sí, porque para eso fue creado, porque las cosas no necesitan ser explicadas sino solo ser, porque pensar es absolutamente prescindible y duele tanto como un orgasmo, como un disparo en el vientre, como la lectura de un cuento para niños, como la compañía de los otros, como ver morir a un animal desvalido, como existir sin saberse.
-Bases y relatos recibidos-
