Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


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Tercer Concurso de Relatos Breves

RETORNO A “LA UMBRÍA”
de “Vengo de a donde nadie va”

Cuando abrió la caja de música descubrió que había llegado el momento. Esta melodía del pasado todavía le acariciaba la piel como una suave brisa y le abrigaba. Aún no era tarde.

Hacía veinte años que abandonó “La Umbría” y aquella mañana le parecía más oscura que nunca. Pero el aire era más dulce. Pensó un momento en esa sensación. No era la música que oía, porque esa sensación ya la había tenido desde el momento en que la fría llave de hierro retiró el perno de la oxidada cerradura y el portón del cortijo giró para abrir el escenario de sus recuerdos. Mientras, un pájaro se posaba en la ventana.

La vieja persiana de esparto, a través de sus desgarros y orificios, dejaba pasar hilos de luz que salpicaban la oscuridad interior. Como focos iluminaban uno a uno y en solitario algunos restos de lo que hace veinte años conformaban un todo, el marco en el que se desarrollaba su vida. Así vio el reloj de mesa, que marcaba el compás del insomnio. Recordó entonces el frío espeso que se respiraba cuando el miedo gobernaba los sentidos. Sin embargo, el bastón de vara de castaño, ahora reposando en la esquina opuesta, separado del reloj por la oscuridad restante, ya no era una amenaza. Y el reloj ya no marcaba nada.

Otro haz de luz señaló la hornilla de leña, que ya no parecía haber servido nunca a su madre para llenar el aire de aromas. Faltaba en ese haz esa mujer callada de delantal eterno y siempre al otro lado de la alegría y la tristeza.

El pájaro posado en la reja de la ventana debió levantar el vuelo descubriendo un nuevo orificio en la persiana y provocando un disparo de luz en el interior. Dio de lleno en el cerrojo que abría la despensa, al final de una estrecha escalera. Ese recuerdo sí le atravesó las visiones y rozó su piel desde dentro. Fue como si la sangre se transformara en hormigas y jugaran a correr bajo una sábana gigantesca. Y es que Clara no estaba, pero a ella sí la imaginó, descorriendo el cerrojo a hurtadillas y entrando en la despensa, sabiendo que no iba a encontrar lo que buscaba, porque entonces era él el que había desaparecido. Las hormigas se hicieron lágrimas y escaparon de su cuerpo por sus ojos tirando de su garganta.

Cuántas veces habían entrado los dos juntos en aquella minúscula estancia, aromática mezcla de especias, aceite y hortalizas, en la que andaban y se recostaban sorteando las patatas esparcidas por el suelo.

Clara fue recogida por su madre. Jamás supo las razones de aquello. Nunca se hablaba del tema. Sencillamente estaba allí y para quedarse. Lo cierto era que el color anaranjado de las cosas, con la única luz de la chimenea en la casa, brillaba como la Luna lo hacía en el rostro de Clara. El compás del reloj de mesa era menos temible cuando soñaba que, a través de las manchas de oscuridad frente a la lumbre, su mano podía alargarse y tocarla.

No había vuelto a saber de ella desde que hace veinte años prometió volver. “Necesito respirar” le dijo, mientras Clara imaginaba acariciar el cielo pasando su mano por su pecho. Fue en la Suerte de los Fresnos. Allí cruzaba el monte un arroyo oculto a través de un bosque en galería. Junto a un fresno encontraron otro hogar, un punto de encuentro en el que imaginar que no existía “La Umbría”. Cualquier minúsculo rayo de luz que atravesaba vibrante las ramas de los árboles, era un camino a los espacios abiertos.

Así, entre la despensa y la Suerte de los Fresnos resolvieron una vida paralela desde que Clara llegó a “La Umbría”.

No pudo resistirse y corrió en dirección a la Suerte de los Fresnos. Si tenía que encontrarla de nuevo debía volver a su árbol. Reconociendo las señales que habían vencido al tiempo todo le parecía más brillante. Incluso cuando se adentró en el bosque y se sentó junto al arroyo, las sombras parecieron iluminarse con su memoria.

Bajo el fresno protector y confidente de sus abrazos seguía estando una piedra. Y bajo ella encontró los corazones de ambos. Era una cometa de papel, ahora amarillento, protegida de los insectos y gusanos por una pieza de arpillera. La misma cometa que alguna vez hicieron volar con la idea de que llevara sus sentidos más allá de los árboles. Con la que siempre esperaban ver al otro lado de unas lindes que cerraban una celosa, opresiva y angustiosa vida familiar.

Cuando bajaban la cometa tocaban el frío que los vientos del norte dejaban en sus guirnaldas. Y era ese frío lo único lejano que habían llegado a conocer. Tocaban ese frío como el único tesoro que podían descubrir del ansiado exterior.

Volvió a cubrir la cometa. Esta vez no la hizo volar. ¿Qué había sido de Clara y de todos? No esperaba encontrar lo mismo a su vuelta, pero no este vacío que le robaba el aire.

De vuelta a “La Umbría” le pareció oír de nuevo la caja de música que él regaló a Clara un día de cumpleaños. Cumpleaños que celebraron en secreto. Porque en “La Umbría” nunca se permitió celebrar nada, ni nunca se plantaron flores que no dieran un producto que comer o que vender. Recordó cómo, furtivamente, a cambio de unos faisanes, consiguió que Jacinto, el hombre que traía las provisiones del pueblo en su burro ceniciento, le trajera aquella caja sin decir media palabra. Por ello siempre estuvo escondida.

En “La Umbría” nunca hubo un lugar para el aprecio.

Por eso, cuando esa mañana, después de veinte años, entró en el cortijo y la encontró sobre la mesa del comedor supo que había llegado el momento, nada había ya que esconder. Y ahora, desde la Suerte de los Fresnos, la oía de nuevo. Sólo podía haber sido Clara. Ahora debe estar en la casa. Volverá a ver su rostro brillante, anaranjado como la Luna cuando va a llover. Por fin romperán las lindes y podrán saborear del exterior algo más que el frío en la cometa. El frío que entrara a través de las ventanas abiertas sería la sensación más agradable y libre que jamás soñaran. Los hilos que hoy salpicaban la inmensa oscuridad interior estallarían en una ola de luz que los inundaría en un abrazo. Cada pierna se alargaba paso a paso en su carrera y los brazos despedían sus manos para hacerlas llegar a sus trenzas, deshacerlas y hacer respirar su cabellera en el reencuentro.

Corriendo volvió a atravesar el portón, pero la caja sonaba sola. Preso de un nuevo hormiguero de lágrimas pensó: “Me la habré dejado abierta”. Miró de nuevo el reloj, el bastón, la cocina... Pero sólo se acercó a la caja de música. La acarició despacio, con el movimiento imperceptible e incesante de las agujas horarias de un reloj, como si no quisiera dejar de sentir el contacto con la madera, y la cerró.

Hundió sus hombros en la desesperanza, guardó la pequeña y sola caja de música en el bolsillo de su gabardina, quizás para protegerla de cualquier otro oído extraño, y dio media vuelta. Descubrió como sus pensamientos se encontraron detenidos, espesos, tremendamente pesados. Su cuerpo sólo respondía a la orden de volver y tomar la dirección del pueblo, pues ya nada esperaba encontrar. Volvió andando, tal y como vino. Pero entonces necesitaba reposar su vuelta y respirar despacio el olor del matorral y el recuerdo del olor a especias, aceite y hortalizas de Clara. Ahora el aire era amargo e hiriente. Respirar le arañaba el alma.

Tras un recorrido que le parecieron años consiguió llegar al pueblo. Sin reparar en las calles, llegó a la estación de trenes. Allí se encontraba Jacinto, el del burro ceniciento, tan viejo como sus recuerdos. Ahora llevaba la tienda de comestibles junto a la estación. Decidió comprarle algo para comer durante el viaje, como una costumbre de todos los viajes de su vida, pues no creía tener ganas. Rígido en su andar y lleno de hormigas en la sangre, acosado de una bandada de recuerdos y melancolía, se dirigió a la puerta. Al entrar quedó un momento paralizado, pues sintió un extraño frío con olor a especias, aceite y hortalizas que le atravesó de frente. Fue como si un viento gelatinoso forzara su entrada y la salida por los poros de su piel. Sintió como si todo su pasado se hubiera vuelto tangible en sus entrañas. Cuando perdió la sensación a su espalda miró hacia atrás como si quisiera ver el viento alejarse frío, pero no vio nada ni a nadie en la calle. Aún no se había recuperado cuando preguntó: “¿Qué fue de mi gente, Jacinto?”

- Me extraña mucho tu pregunta hijo. Tú mismo vienes de “La Umbría” y acabas de cruzarte en la puerta con Clarita.

Entonces terminó por helarse el hormiguero y súbitamente todo adquirió un sentido y una razón. Hay recuerdos, que, no habiendo muerto ni desaparecido, encontrándose incluso a nuestro alrededor, como mariposas invisibles, hemos guardado con tanto celo bajo las nuevas experiencias vividas, que quedan encadenados, encerrados y nunca volverán a ser recuperados, sentidos, tocados o vividos.

Con todo el peso de los últimos veinte años tomó el tren que aún tardaría en salir. Se sentó junto a la ventana para ver, en su viaje, por última vez la comarca. Mucho tiempo después comenzó a oír el rítmico salto de las ruedas sobre las juntas de la vía. Cómo una y otra vez marcaban el ritmo de su alejamiento definitivo. El pueblo se empezó a confundir entre las onduladas formas de los montes. Entonces recordó que llevaba la caja de música y la abrió para escucharla. Y cuando ya creía quedar helado para siempre, vio a lo lejos, allá donde había de quedar la Suerte de los Fresnos, de entre el claro verde del bosque en el arroyo, una cometa que volaba entre guirnaldas. Enseguida supo qué manos sostenían ese vuelo. Y estiró su brazo por la ventanilla del viejo tren, queriendo alcanzar con su mano la cometa, más allá de la distancia. Pero al cerrarla sólo dejó escapar el aire. Y ya no supo si más allá que el frío viento del norte, ahora la cometa parecía buscarle a él o decirle para siempre adiós.

FIN




-Bases y relatos recibidos-

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