Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón

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Cuarto Concurso de Relatos Breves

MIGUEL BARRIENTOS
de Ñuble

Me llamaron y entré al despacho con lentitud. Solemnemente me lo explicaron. Yo tenía la obligación de luchar por mi país porque ellos así lo mandaban. No había posibilidad de negarse a la cuestión. Si no estabas conforme, te aseguraban colocarte bien atado ante un eficaz pelotón de ejecución y nombrarte a título póstumo cobarde y traidor a tu país para la eternidad.

Así de rápidas son las cosas. Pasé de cuidar a mi rebaño de ovejas al cuartel de instrucción en cuestión de un par de días. Mi vida cambió de las verdes llanuras de mi aldea a un uniforme de camuflaje, también verde.

Con el paso de los días nos dieron por capaces para matar enemigos y nos enviaron al campo de batalla. El miedo en las trincheras era un factor común en la tropa, al igual que el alcohol para espantar nuestros demonios internos.

Cuando el sargento pidió un voluntario para deslizarse por los campos en una noche en que la luna carecía de vida, yo, Miguel Barrientos, me ofrecí para la misión. El sargento, entusiasmado por mi determinación y valentía, me detalló la incursión en territorio enemigo:

-Debes llegar en silencio al amparo de la oscuridad y lanzar dos granadas en el puesto de ametralladoras que nuestro enemigo tiene en lo alto de la colina.

En cuanto al retorno, nada dijo mi superior. Imagino por qué.

Comprendí la cara de gratitud y alivio de mis compañeros. A la hora acordada en punto -en lo militar la puntualidad es muy rigurosa- empecé a moverme por el suelo. Reptaba colina arriba en silencio, como si fuera al rescate de una de mis ovejas. Y así, lentamente, sigilosa y prudentemente me iba acercando a una tenue luz que marcaba el final de mi destino y probablemente de mis días.

Alcancé el punto exacto para levantarme y tirar las granadas, pero no lo hice. Me limité a apuntar con mi fusil ametralladora y vi cómo elevaban las manos cuatro muchachos de mi edad pidiendo clemencia.

Yo, Miguel Barrientos, soldado adiestrado para matar, también era hombre de paz. Con voz suave les expliqué que no había nacido para asesinar, que si estaba allí no era por mi voluntad, que nada temieran porque nada les iba a pasar.

En señal de buena voluntad el pastor tiró lejos el fusil y se quiso abrazar a sus enemigos. Rompió la noche una ráfaga de metralla. Miguel Barrientos clavó sus rodillas en el suelo.

-¡Cobarde!- llegó a decir- Matar por matar...

Al suelo cayó Miguel, una sonrisa en los labios fue lo último que regaló al mundo.

Ñuble




-Bases y relatos recibidos-

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