CLIENTE SELECTIVO
de Inmaculada Solís Mora

No acostumbro a entrar en ningún bar o restaurante si no hay clientes, y menos allí. Y no es que no me agrade el sitio, muy al contrario. Es un lugar amplio, acogedor. De esos espacios donde uno se quedaría a vivir. La luz entra a raudales por todos los ventanales y, para mayor placer, el local está ubicado en plena naturaleza, con lo cual sientes que estás tomando una cerveza en uno de esos parajes que anuncian los folletos turísticos. Pero si no hay clientes, no entro.
La comida es selecta, y además a buen precio. Hay para todos los bolsillos. He comido allí desde bocadillos hasta exquisiteces de esas que mezclan en el paladar tantos sabores que no se sabe lo que es, pero que está delicioso. Y del servicio, que decir: de lo mejor. Todo muy limpio y con toques de originalidad. El bocadillo por poner un ejemplo de lo que digo, no lo ponen de cualquier forma. Lo sirven en un buen plato con una servilleta colocada con esmero formando una especie de figura, unas veces con forma de flor, o algún diseño original de tipo geométrico. Y entre los panes: fiambre, tortilla, filetes, calamares… Todo muy abundante, de buen género, que entra por los ojos y por el olfato. Pero si no hay clientes…, que no, que no entro. Y es una lástima porque precisamente cuando no hay nadie es cuando mejor se está, porque aparte de la naturaleza y del buen servicio, siempre hay una música que yo me pregunto de dónde sacarán esas melodías tan variadas y cautivadoras. Si es que el negocio no puede ser más completo. Bueno, y si hablamos del mobiliario: elegante, sencillo, pero con un estilo…Todo muy logrado. Porque al final si uno lo piensa no son más que mesas, sillas, un perchero, macetas, y algún que otro detalle. Y se ve que no son artículos caros, pero te hacen sentir cómodo y distinguido. La vista se queda enredada en algún objeto, ya sea por su extrema limpieza, por el lugar que ocupa o por conseguir esa mezcla de sencillez y exclusividad al mismo tiempo. Así que entre el placer de una comida apetitosa y bien presentada, la naturaleza que se cuela a través de los cristales y la comodidad que ofrece, aquello es un paraíso. No conozco a nadie que tenga queja de ningún tipo. Pero yo, si no hay clientes…, no entro. Bueno y qué decir de la variedad de bebidas que sirven. Desde la típica cerveza corriente, pero bien tirada, a la temperatura exacta, hasta un buen gin tonic, con su limón rebordeando el vaso, movido con la cucharilla…, de lo más…; que me pasa que, a veces, no sé ni que pedir porque me encapricho de varias cosas a la vez. Vamos que para mí no hay sitio mejor. Es un fastidio que no haya clientes hoy, porque yo si no hay clientes…, no entro. Incluso he dado una vuelta con el coche y he aparcado en frente a esperar que entren otras personas. Pero nada, que hoy no llega nadie.
Y no es manía mía como podría pensarse. En otros sitios si está vacío hasta de moscas, puede que haga el esfuerzo. Pero allí no, allí no. Allí, no puedo.
Si no hay clientes, los ojos color miel de la mujer del dueño –un celoso de armas tomar, veinte años mayor que ella-, no pueden evitar fundirse con el verde de mis ojos, en una mirada cómplice, subyugada, que nos atrapó hace ya cinco años, justo un día en que no había más cliente que yo.
Inmaculada Solís Mora
-Bases y relatos recibidos-
