EL RUBIO
de Miguel Martínez Mora

El Rubio, que no era rubio, se levantó de la cama empapado en sudor. Empezaba a clarear. Hoy, lo mismo que ayer, y anteayer y el otro y el otro apenas había descabezado el sueño pero no estaba cansado...eso sí, le dolía mucho la cabeza. Tropezó con una caja de zapatos y las fotos amarillentas que contenía terminaron esparcidas por el suelo. Las miró sin ganas. Esta vez no las recogería. Atravesó el estrecho pasillo que conducía a la otra habitación, siempre cerrada y poniendo una mano en la pared alcanzó el aseo. Orinó y dejó la tapa abierta. Se volvió contra el espejo y, después de un buen rato apoyado en el lavabo, levantó la vista. Se miró un instante antes de abrir el grifo del que solo salió un hilillo parduzco. Se cagó en los muertos de la sequía. Llevaba sin llover desde final de mayo y había olvidado coger un cubo de agua medio potable que suministraba el ayuntamiento mediante un operario, Pascual, que tiraba del burro que, a su vez, tiraba de un carromato con un depósito. Bueno, no se había olvidado, estaba en el bar de abajo y no le dio la gana de subir la cuesta. Volvió al dormitorio y, pisando las fotos, abrió el cajón de arriba de la peinadora. Se quitó la camiseta de tirantes húmeda y se puso otra, la que quedaba, seca. Cogió los pantalones y la camisa que colgaban del respaldar de la butaquita y se los puso. Se sentó en la cama y alcanzó unos zapatos viejos de debajo del armario. Sin calcetines. Una vez vestido cerró con el pestillo la ventana y atravesó de nuevo el pasillo mirando de reojo la habitación cerrada, la de Miguel. Llegó al comedor y miró las fotos que colgaban de la pared. La suya de novios con Charo y la de Miguel con atuendo militar. Cruzó la estancia y se paró delante de la nevera. Antes se fijó en varios platos y cacharros que colmaban el fregadero. Abrió y sacó un trozo de chorizo seco y la botella de Soldepeñas. Los dejó encima de la mesa. Rebuscó en la talega del pan y cogió medio bollo de ayer. Lo metió todo en un zurrón gastado donde Charo le ponía el bocadillo. Volvió al dormitorio y se subió en la butaquita para alcanzar la escopeta y los cartuchos que estaban en lo alto del armario. Volvió al comedor y se sentó con la escopeta entre las manos. Posó los ojos en la foto de Miguel. Hace ya tres años. Recuerda cuando vino Morales, el cabo, a decirle que al niño le había dado una patada un caballo. En Huesca. Hacía dos días. Charo se puso como loca. Tardó otros tres días en llegar. Lo enterraron junto al abuelo Tomás y la abuela Engracia. Charo nunca fue la misma desde entonces. El Rubio desvió la vista hacia la foto de novios. Hará unos 10 meses que Charo se fue. En el bar de abajo dicen que se marchó con el Richi, que en realidad se llamaba Paco, que trabajaba en la base de Rota y se paseaba por el pueblo con un 124 y el pelito cayéndole por el cuello. Se cagó en sus muertos. En verdad el Rubio no le echaba la culpa a Charo. La muerte de Miguel le había revuelto la cabeza. Además, para colmo, Don Braulio, otro hijoputa, le dijo que a la gente no le gustaba ya el aceite de oliva y se habían pasado al girasol, así que cerró la almazara y le dio 2.500 pesetas de finiquito que se le habían acabado hace 10 días. Debía cerca de veinte duros. Su puta madre. Se levantó y cogió el Lavis. Lo conectó y le dio un par de golpes. Funcionaba. Lo apagó y lo echó en el zurrón. Atravesó el comedor y se detuvo delante de la puerta del patinillo. Dudó un instante. Abrió. Lobo se incorporó y le miró a los ojos. Después agachó la cabeza y le siguió por la casa sin emitir un solo sonido. El Rubio cogió la gorra de verano, la beis que le regaló Charo, y se la encasquetó, se colgó el zurrón al hombro y al otro la escopeta. Agarró las llaves y el paquete de Sombra y abrió la puerta de la calle. El sol le pegó directamente en los ojos. Eran las siete y media y podía hacer como 30 grados. Los muertos del calor. Lobo salió tras él. Echó un vistazo a la estancia, chasqueó la lengua y cerró. Echó a andar calle Ancha arriba. Lobo a su lado. Al torcer por la costanilla vio a la Herminia barriendo la puerta. Demonio de mujer. La evitó volviendo por la cuesta Valdivia. Se detuvo mientras Lobo meaba. Encendió un pitillo y la primera calada le llegó al estómago. Tosió y escupió. Al final de la calle ya saliendo del pueblo se paró al escuchar el traqueteo de un vehículo. Se escondió detrás de un viejo olivo para ver como el Granaíno echaba a andar el motocultor y se dirigía a la era. El aparato echaba un humo de la hostia y el Granaíno iba sentado en el remolque con los pies colgando. A su lado los aperos y la talega. Silbaba “Ojos Verdes”. El Rubio lo vio perderse tras las cañas del arroyo Seco. Abandonó su escondite y siguió adelante pegado a la tapia del cementerio. Se paró un momento en la reja, se quitó la gorra y se le empañaron los ojos. Lobo se sentó a su lado. Se pasó la manga por la nariz y emprendió el camino de La Fuentecilla. Nadie lo vio. Llegó al paraje dominado por un enorme fresno que daba sombra a la fuente que alguna vez dio agua y donde pasó buenos momentos con Charo viendo a Miguel meterse hasta las rodillas en la balsa de agua que formaba el manantial. Se sentó en el brocal. Lobo husmeó los alrededores y se echó. El Rubio sacó el paquete y encendió un cigarro mientras miraba la dehesa. No se estaba mal a la sombra. Conectó el transistor y buscó el parte. El Hijo de la Gran Puta no se había muerto todavía. Sacó de la talega el chorizo y el vino. Cortó la mitad con la navaja y se lo arrojó a Lobo que se lo tragó de inmediato. Abrió la botella y dio un largo trago. Mordisqueó el chorizo y le tiró a Lobo el resto. Esta vez el trago vació media botella. Encendió otro cigarro y cargó la escopeta. Lobo lo miró al escuchar descorrer el seguro y bajó la cabeza. El Rubio disparó. La Herminia y el Granaíno miraron en dirección al monte. No prestaron atención y pensaron en unos chiquillos tirando plomillos a los pájaros. Cada uno volvió a lo suyo. El Rubio terminó la botella mientras la sangre caliente y espesa de Lobo empapaba la tierra reseca.
Y volvió a cargar la escopeta.
Miguel Martínez Mora
-Bases y relatos recibidos-
