LA MÁS HERMOSA
de Osi García

La luz seguía siendo potente en otra noche de luna llena y, cuando aún no había amanecido, Faluk sacó de debajo de su cama, hecha de palos de bananos y bambú, su vieja alfombrilla para realizar la primera oración de la mañana y sin apenas hacer ruido para que sus hijos, que aún dormían en la pequeña choza, no se despertasen. Esta casita fue levantada con sus manos y alguna ayuda de familiares de su pequeña aldea. Se trataba de una construcción de paja, barro y adobe, en la que se notaba, en algunas partes de la casa, algo de cemento, material que en pocas ocasiones su precaria economía le permitía adquirir. Con su alfombra en la mano, notó que otro día más en el camastro no estaba Alika, su mujer, por lo que cogió un mantoncillo y salió a la puerta de la cabaña donde ella había pasado toda la noche esperando… Empezaron a llegarle entonces los ladridos de los perros, que se ponían nerviosos al escuchar los carros del repartidor de leche de cabras, Bongani, que ponía en venta unas pocas frutas y hortalizas (algunas como zanahorias pequeñas y ennegrecidas) para también llevar algo de dinero a casa y así alimentar a sus siete hijos.
Cerca de la casa de Faluk vivía Abdulah, un anciano de más de 70 años y cuyo cuerpo, por su dura vida en estos lugares más recónditos de África, empezaba a parecerse a una ciruela pasa de lo arrugado que estaba. Portaba un palo, hecho bastón por uno de sus nietos, ya que sus piernas parecían alambres dada su extrema delgadez. El anciano, cada vez que veía pasar a Bongani el frutero y éste le saludaba con reverencia y respeto –“Salam Aleikun, señor Abdulah”–, le respondía levantando el bastón. “Aleikum Salam, Bongani, y deja de hacer hijos, que ya te falta casa para meterlos a todos. Con tantos hijos que alimentar y con tanto trabajo, a tu mujer cada vez le cuesta más tirar también de su cuerpo y ya se la empieza a ver muy estropeada, al igual que tú. Fíjate en la mujer de Faluk, que, debe ser algo divino de la naturaleza, pues, con todo lo que esta mujer tiene encima, sigue tan bella como su nombre significa. Para ya, hombre, para”.
Al pasar Bongani por la pequeña choza de Faluk y Alika, paró en su puerta, donde aún se encontraba ella, sentada ahora con el chal que su marido le echó sobre los hombros. Se encontraba con la mirada perdida, con algunas lágrimas secas en su hermoso rostro. Tenía los dientes blancos como marfil, que sobresalían de su cara cubierta por un gran velo, y sus ojos remataban su belleza por su color verde esmeralda. Estaba sentada con los pies cruzados y tenía un cuerpo delgado, pero sin ningún tipo de encogimiento, mostrando más bien una estirada figura. Todo el mundo, al pasar por su puerta, miraba admirado su belleza, pero lo que más admiraban todos era la capacidad de superación de esta mujer, porque ninguno de los habitantes de la aldea, aun teniendo cierto conocimiento de su situación, sabía nada en realidad sobre su auténtico sentir interior. Siempre la veían sentada al amanecer y cuando el día llegaba a su término. Por las mañanas Alika entraba a la cabaña, cogía el cubo para ordeñar las cabras y así preparar para ella y su familia un pequeño desayuno, consistente en un poco de sémola y leche de cabra, antes de empezar las tareas.
Sus hijos medianos eran Thabo, de 16 años, que hacía tiempo que ya no iba a la escuela y ayudaba a su padre recogiendo leña y vendiéndola por las chozas de la aldea, y Kamali, su hija de 14 años, que tampoco acudía a la escuela, y que era la que ayudaba a su madre en las tareas domésticas y en el cuidado de las dos cabras que esta familia tenía. Sus dos hijos pequeños iban a una especie de escuela, donde había grandes pedruscos que servían de pupitres, mientras ellos se sentaban en el suelo desde donde miraban la pizarra atada a un viejo árbol. Kamali vestía a sus hermanitos pequeños, que la adoraban y que se sentían protegidos por ella, ya que era quien más tiempo pasaba con sus hermanos, aliviando así la gran carga interior que Alika en su silencio llevaba. El nombre de Kamali le hacía honor porque significa “la protectora”.
Alika, antes de comenzar sus tareas, echó también la vieja alfombra de su marido en un rincón de la choza, donde ahora ella le rezaba a Alá, a pesar de que, en muchas ocasiones, le manifestó a su marido que su fe se iba deteriorando, pues Alá no atendía para nada sus peticiones. Faluk era comprensivo con ella. Simplemente la animaba y decía que siguiera teniendo fe, pero sin ningún tipo de reproches por su parte. Esto no era bien visto por los sabios y ancianos de la aldea, que, en sus retrógradas ideas, afirmaban que la mujer debía seguir los mandatos del marido y no debía cuestionar la fe en Alá. Según los ancianos del lugar, Faluk tenía que imponerse a su mujer (a pesar de la fuerte determinación de Alika). Él les respondía que se esforzaba en ello y que no quería dejar que las cosas fueran a mayores.
Poco tiempo antes de pasarse todas las noches en la entrada de su pequeña cabaña con los pies cruzados mirando al cielo y contemplando la luna llena, o mirándolo en las noches sin luna (algo que tan solo interrumpía durante sus horas de sueño), la bella Alika pintaba pequeños cuadros en lienzos o en trozos de madera con recuerdos de su aldea y animales de la extensa fauna que allí habitaba. Solía pintar casi siempre de noche y en el mismo lugar donde ahora, sin pintar, pasaba largos ratos. Cuando tenía varios cuadros terminados los llevaba a un gran mercado que había en la ciudad más cercana, haciéndolo casi siempre descalza y llegando al mercado tras cuatro horas de duro caminar. Solo en pocas ocasiones podía ir en carro o en algún camión que por su aldea pasara. Tanto los pinceles como todo el material necesario para pintar se los fabricaba ella misma con los utensilios más rudimentarios. Pintaba con tanta belleza que su arte se quedaba bien reflejado en los cuadros. Sus obras casi siempre se las compraba un mismo hombre al que, a su vez, y diciendo que las había pintado él, se las compraba un conocido comerciante. Éste, aun sabiendo del verdadero valor y trabajo de las pinturas, se las compraba a poco coste para luego él poder hacer buen negocio. Últimamente, el comerciante le decía que solo le compraba los cuadros si iban firmados con el nombre de este impostor. Según decía, nadie compraba pinturas realizadas por mujeres.
Tiempos atrás, en una cálida mañana, cuando aún el canto del gallo no se oía, y los numerosos y famélicos perros callejeros también dormían, la aldea permanecía en silencio donde el cielo africano seguía repleto de estrellas y la luna llenaba de luz el lugar donde vivían Alika y su familia. Ésta se despertó apenas sin hacer ruido, cogió una vieja palangana donde lavó parte de su cuerpo y, tras tomar un poco de leche de cabra y sémola, tomó el hatillo preparado la noche anterior y cogió el largo camino que iba al mercado de la ciudad para vender cuatro cuadros, los justos para reunir el dinero que faltaba para pagar el largo viaje a Amari, el hijo mayor de 20 años que en esos días aún vivía con ellos y se disponía a cruzar los mares y medio mundo para, como bien decía su padre Faluk, ser quien traería prosperidad y riqueza a la familia. Amari, aparte de ser el mayor, había acabado los estudios secundarios, gracias también a la ayuda de familiares que veían en él la persona idónea para realizar el deseo de sus padres.
Tras caminar varias horas, y agotada, durante su largo caminar no encontró ni un mísero carro que la pudiera llevar. Llegó al mercado principal y buscó al hombre que siempre le adquiría los cuadros. Preguntó en el mercado si sabían dónde estaba el señor Hakim, que significa “el gobernante”. No fue difícil dar con él; todo el mundo lo conocía, porque, según decían, tenía más poder que el mismo alcalde de la ciudad. Encontró en un cafetín al que le iba a comprar muy barato su trabajo y así poder traficar y especular con él. Siempre estaba y realizaba sus negocios de usura, ya que también prestaba dinero a cambio de una alta comisión. Después de discutir y regatear el precio total por los cuadros que Alika le ofrecía, aceptó la oferta final. El dinero obtenido, ya suficiente, Alika lo sumó al que durante más de un año había ahorrado para el viaje de su hijo.
Alika se preparó para iniciar su vuelta a casa antes de caer la noche. Se acercó a un pequeño puesto de frutas desde donde, después de comer algo, emprendió de nuevo el viaje de vuelta a casa sin apenas tomarse un pequeño descanso. Pero su alegría y felicidad por haber conseguido el objetivo para con su hijo mayor Amari podía más que su cansancio.
Han pasado cerca de tres años. La gente de la pequeña aldea duerme. Las chozas están alumbradas otra vez por la luna llena y el silencio es roto de vez en cuando por los ladridos lejanos de los pocos perros que aún no duermen. En la pequeña cabaña de Faluk, tanto el cómo sus hijos ya duermen mientras, una noche más, Alika se sienta a la entrada de su casa, mira fijamente a la luna y, tras un pequeño tiempo, dirige su mirada con sus bellos ojos hacia sus manos, que, con fuerza, aprietan una ya arrugada carta que un conocido de la aldea la había traído de vuelta también a su aldea después de vivir fuera de ella varios años. La nota era de un consulado europeo, informándole de que la barca en la que se supone que viajaba su hijo volcó, desapareciendo todos los precarios tripulantes. Nada más se supo de Amari.
Una noche más, bajo esa misma luna africana, ella, en su silencio, derrama lágrimas que vuelven a cruzar sus mejillas. Ni la espera ni el sufrimiento acumulado parecían hacer mella en ella y lo que sí seguía haciéndole honor era el significado de su nombre: Alika, “la más hermosa”.
Osi García
-Bases y relatos recibidos-
