Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón

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Cuarto Concurso de Relatos Breves

MENS VIVA IN CORPORE IDO
de Pib

Esta noche el abuelo ha venido a verme otra vez. En el sueño aparecía el ultimo día que fuimos todos los nietos a verlo, pero la escena aparecía desdoblada. Por un lado la veía desde mi punto de vista, tal y como la recuerdo, pero también era capaz de verla desde el punto de vista de mi abuelo. A nuestra pregunta de cómo estaba, lo oía (me oía) responder su típico “pues jodido”.

Estos días estamos vaciando su piso. Cuando yo llegué ya estaban la cocina y medio salón desmontados, dejando al descubierto trozos de pared y suelo que llevarían décadas tapadas por los mismos muebles. Hay momentos en los que tengo la sensación de no saber dónde estoy, a pesar de haber pasado tantos veranos y fines de semana en ese piso, sobre todo durante los últimos meses, en los que el abuelo ya no se quedaba nunca solo. Las que sí siguen estando allí, sin tocar, son sus cosas personales. Está todo desordenado, pero allí andan sus babuchas, su sombrero y, sobre todo, su bastón de cabeza de dragón. Ya he dejado claro que el bastón lo quiero yo. No encuentro nada que contenga tanto al abuelo como ese trozo de madera mordida.

Durante el día hay un ajetreo silencioso. Se sacan muebles, se ordenan papeles, se dobla ropa y se mete en bolsas. Se tiran peines, cepillos de dientes y frascos de colonia a medio gastar. Durante la noche, y a pesar de que sólo nos quedamos a dormir la tía Sara y yo (los demás se han dispersado por hostales y las casas de los hermanos del abuelo), el piso parece menos silencioso y, entre el caos desahuciado del salón, recobra algo de calidez. Cenamos sentadas en los sillones orejeros, alrededor de la mesa camilla, y compartimos historias y recuerdos. También planes para los próximos meses. Nadie lo dice abiertamente, pero sin el abuelo habrá que encontrar un nuevo pegamento que nos una a la familia completa, al menos, una o dos veces al año.

La tía me cuenta que lleva toda la semana, desde que llegó a la casa, soñando con el abuelo. “Supongo que son todos los recuerdos concentrados en este lugar”. Yo le describo mis sueños, también continuos desde que llegué. “En algunos es como si yo fuera el abuelo. El martes soñé con la boda de tía María, y bailaba con ella. Y al día siguiente soñé con esas navidades en las que se disfrazó de Papá Noel y supimos que era él porque intentó asustarnos sacándose la dentadura. Pero en ese momento era como si yo fuera la que me sacaba los dientes y veía la cara de Mateo asustado”.

Mamá ha venido con una furgoneta para llevarse las camas y un par de mesas. La ayudo a cargar los muebles y aprovecho para quedarme unos días con ella, ayudándola a montarlos y asegurándome de que se encuentra bien. No dice mucho, pero sé que dentro lleva toda una tormenta. Prefiere caminar sola bajo sus aguaceros, supongo que para no sentir que nos carga con su pena. Los últimos meses turnándome para cuidar del abuelo me dan una idea de lo que ella debe estar sintiendo después de años pendiente de él. No rehúye su recuerdo, sin embargo, y hablamos mucho de él. Al ser la mayor, mamá tiene más cosas que contar que la tía Sara, algunas son dulces, otras saben más bien amargas. Pero hay amor en todas las palabras y, también, cierta sensación de paz. No sueño con el abuelo ninguna de las noches que paso en casa de mamá, a pesar de que nos llevamos el día hablando de él. Descubro una nueva forma de echarlo de menos.

Al quinto día vuelvo a casa del abuelo a seguir con el vaciado y la limpieza. El piso ha encogido ostensiblemente al tiempo que se han multiplicado los espacios en blanco en las paredes. Permanecen los dos sillones orejeros y la mesa, y el mueble grande de madera oscura del salón. El dormitorio del abuelo también sigue casi inalterado. Pero la cocina, el baño y las habitaciones en las que solíamos quedarnos los nietos se han convertido en espacios desconocidos. Voy a la salita del sofá cama (ya sin sofá cama, ni tele, ni máquina de coser) y me asomo a la ventana. Vuelvo a sentir cómo la angustia del vértigo se me instala en el estómago al mirar hacia abajo. Me quedo allí un rato, fantaseando como chica con escenarios imposibles en los que me veo obligada a agarrarme a alguno de los clavos que salen de la pared para salvar la vida, regocijándome en esa angustia familiar y reconfortante.

Esa noche el abuelo vuelve a aparecer para llevarme al Chirimono a comer albóndigas con tomate. La boca se me llena con el sabor de ese tomate de bote, pero yo estoy en la barra con aquellos amigos que tenía el abuelo, incluso el de bigotes que murió hace años. Son los parroquianos con los que el abuelo comparte la afición por la caza y la cerveza. Me veo a mí misma comer en la mesa y jugar con la máquina expendedora y ganar esas chapas que eran el premio de consolación. Se habla de problemas con los terrenos de cada uno. El abuelo habla de nosotros.

En la cena le cuento a tía Sara y le pregunto por la relación que tenía el abuelo con sus compañeros de bar, si eran amigos o sólo camaradas de cañas. “No sé hasta qué punto eran amigos y se confiaban cosas. Tú sabes que a veces era difícil saber si hablaba en serio o estaba bromeando”. Tía Sara ha sacado del dormitorio del abuelo su televisor y lo ha colocado sobre una pequeña mesa redonda, en la esquina donde solía estar la tele -nueva, de pantalla plana, y que alguien ya se ha llevado-, sobre el aparador que tenía la foto de mis padres con nosotros tres de pequeños. La foto tampoco está ya. “Yo querría haber entrevistado al abuelo y que me contase cosas de su niñez y juventud.” Comenta tía Sara mirando la tele distraídamente. “Quería escribir un cuento con sus historias. Tenía pensado el título. Pero no me ha dado tiempo. Hay cosas que tendremos que inventarnos como más nos gusten”.

Por la noche el abuelo vuelve en forma de niño con pantalones cortos. Lleva un palo y juega con otros niños en un terreno lleno de rocas gigantes. La casa de los bisabuelos tenía también rocas gigantes a las que nos subíamos de críos, pero las rocas de mi sueño son mucho más grandes. La casa es una edificación larga y hay un pozo y un carro. Una mujer espera junto a la puerta. Se parece a tía Sara.

Hoy toca vaciar el mueble del salón. De uno de lo cajones inferiores sale una caja de latón llena de fotos, pequeñas, en distintos formatos, en blanco y negro y en sepia. Yo me he llevado ya un par de cajas de fotos, las que solía mirar con el abuelo en las últimas semanas. Entre los dos habíamos anotado en el reverso la identidad de los que aparecían y la edad aproximada de cada foto. Estas son mucho más antiguas y no las había visto nunca. Nos sentamos la tía Sara, el tío Antonio y yo a la mesa a revisarlas. La mayoría son de personas que no reconocemos. Familiares y amigos de los bisabuelos seguramente. En algunas creemos identificar a la bisabuela de pequeña. Hay una foto que me llama la atención, en la que aparece un niño subido a una roca, con pantalones cortos y un palo en la mano. De fondo se ven un pozo y una casa alargada. “Justo anoche soñé con esta casa. ¿Estaba en la finca de los bisabuelos?” El tío Antonio le echa un vistazo. “No, tú la casa que conociste fue la del Casar, que también tenía esas rocas grandes. En esta vivieron unos años hasta que se mudaron a la ciudad cuando el abuelo cumplió los nueve años.” “¿Nunca hemos estado en esta casa?” El tío Antonio niega con la cabeza. “Ese campo se vendió mucho antes de que naciéramos nosotros. Ahora creo que ni existe, lo dividieron y construyeron encima.” Vuelvo a la foto, pensando en la casualidad de haber soñado con algo tan parecido. El abuelo-niño me mira ceñudo desde la foto. Le da el sol de cara y tiene los ojos entrecerrados. Creo que tampoco había visto una foto de él tan pequeño.

Almorzamos fuera, en uno de los bares que frecuentaba el abuelo. El dueño charla un rato con nosotros y nos sirve raciones generosas. Vuelvo al piso sintiéndome pesada y adormilada. La tía Sara se echa en la cama del abuelo y yo me quedo amodorrada en el sillón orejero, con la tele antigua -granulosa, con la caja enorme- sonando de fondo. Sueño con un río que forma una poza. Estoy en Jarandilla, en el Pedrolo, pero cuesta reconocerlo porque la roca que le da el nombre apenas aparece visible de la cantidad de agua que corre cauce abajo. Unos niños juegan entre las rocas y una muchacha ayuda a un crío de pocos años a bajar hasta el agua. Es mamá, y el niño es el tío Miguel, con sus rizos claros. Les grito algo y el niño se gira a saludar, alzando ambos brazos.

Me despierto de un sobresalto, desorientada y con la cara pegada a uno de los paños bordados del sillón. Me masajeo la mejilla, donde noto las marcas del paño, y echo un vistazo por el balcón. Aún entra claridad, pero el día se ha quedado encapotado. Desde que he llegado no he dejado de soñar con el abuelo. Son sueños cada vez más raros, porque ya no son recuerdos. Mi cabeza ha empezado a inventarse cosas. En la tele están poniendo una película típica de tarde. Me estiro hacia el mando, plastificado, y la apago. La pantalla emite un leve chisporroteo y en su negrura permanece unos segundos la silueta de la persona que la ocupaba hasta hace un momento. Observo cómo la figura desaparece poco a poco hasta que en la pantalla tan sólo queda mi reflejo, que me mira con una expresión de sorpresa, porque se me acaba de ocurrir una idea absurda, pero que conforme pasan los segundos va adquiriendo una fuerza que hace que me inquiete.

Espero a que la tía Sara se levante. Se prepara un café y se sienta mi lado. “¿Has estado escribiendo?” Pregunta señalando el papel donde he ido tratando de ordenar mi idea, que continúa siendo tan ridícula como imperante. “¿Has vuelto a soñar con el abuelo?” Devuelvo yo. La tía Sara parpadea y se frota los ojos, asintiendo. “Con el camping, con lo primeros veranos que pasamos allí.” Hemos soñado algo parecido. “Escucha. Tengo una idea que es muy loca, pero necesito contársela a alguien, porque aunque es muy loca, no dejo de pensar en ella desde que se me ha ocurrido.” La tía Sara da un sorbo a su taza y asiente. Le cuento mi idea. Le cuento que llevo muchos años pensando en qué es la consciencia humana, y qué ocurre con ella cuando nos morimos. Que durante la carrera, fantaseaba con poder aplicar lo que aprendía en Física para explicar esos asuntos. Que al final en nuestro cerebro somos impulsos nerviosos que dan lugar a pensamientos. Cambios químicos que se traducen en cambios eléctricos. Que las redes neuronales que establecemos en el cerebro se potencian o debilitan en función del uso. ¿Y si pasa lo mismo con los circuitos eléctricos que se establecen con nuestros pensamientos? ¿Y si las partículas que nos forman y que nos rodean participan de esos circuitos eléctricos acostumbrados? Como si pensamos mucho en un vaso de leche, nos llevamos años pensando en un vaso de leche en una misma habitación, y de repente salimos de ella. Y las partículas que nos rodean, las de aire, las de materia que haya en el lugar, se han acostumbrado a esas carreteras eléctricas formadas por la idea de un vaso de leche, de manera que a alguien que entrara en la habitación no le resultaría difícil pensar en uno. Porque el entorno ha quedado configurado para eso. Algo parecido a la imagen que permanece cuando cerramos los ojos después de mirar fijamente una misma imagen mucho tiempo. Y esa carga eléctrica, o esa disposición de las partículas, es algo físico, que puede seguir interaccionando con el entorno. E interferir con otros circuitos eléctricos, como nuestros pensamientos, o nuestros sueños, en los que tenemos menos control. El abuelo ha pasado muchos años viviendo en esta casa. Ha sido mucho tiempo en un mismo lugar, seguramente repasando recuerdos una y otra vez. ¿Que no será que lo que estamos soñando no son imágenes propias de nuestra cabeza, sino nuestro cerebro interpretando lo que está guardado en esos caminos eléctricos que han dejado los pensamientos y recuerdos del abuelo en esta casa?

La tía Sara me observa con una expresión que no consigo descifrar. Al menos no detecto burla en ella. Deja la taza en la mesa y se recuesta en el sillón. “Es una hipótesis muy bonita. Como si el abuelo hubiera dejado el interior de su cabeza aquí, para que nosotros lo encontráramos.” Asiento. “Pero no durará mucho. Cada vez que se renueva el aire, por ejemplo, entran nuevas partículas. La energía puede transferirse a ellas, pero termina disipándose y los caminos que formaban serán cada vez más difusos. Y nosotros mismos, estando aquí, somos una perturbación. El abuelo vivió un tiempo en casa de mamá, durante parte del tratamiento, y estando allí no soñé con él. Allí por ejemplo ya no queda nada.” La tía Sara empuja el asa de la taza y la hace girar sobre la mesa. Sigue con esa expresión que no sé qué significa. “¿Y qué podemos hacer?” De nuevo, no noto burla en su voz. Me lo pregunta en serio. “Aprovechar todo el tiempo que estemos en esta casa.”

Esa noche en el sueño estamos todos con el abuelo. No estoy desdoblada, y puedo verlo acercase uno a uno a sus hijos y nietos. Estamos contentos, el abuelo el que más sonríe. Sabemos que tiene que irse, pero nos alegra saber que ha podido volver para despedirse de cada uno de nosotros. Se acerca, se ríe, nos dice cosas, abraza y se despide. Olga aparece con su barriga hinchada y el abuelo acaricia con alegría a la bisnieta que no ha podido conocer. Cuando llega mi turno ya sé todo lo que el abuelo tiene que decirme, porque lo habrá pensado muchas veces, aunque no llegara a verbalizarlo nunca. “¿Cómo estás, abuelo?”. Sonríe enseñando la hilera de dientes inferior y suelta una carcajada seca. “Ni bien ni mal, sino todo lo contrario”.


Han pasado varios años desde que el abuelo se fue y esparcimos sus cenizas en un claro cerca del Pedrolo, que cada temporada lleva menos agua. Estamos sentados alrededor de la roca sobre la que dejamos las flores, ahora bautizada como “La Roca del Jodío”. Algunos seguimos con el bañador húmedo de haber estado en la poza. Pibi agita las ramitas con las que Olga la mantiene entretenida. La tía Sara se sienta sobre la roca, abre el libro y comienza a leernos uno de los cuentos que escribió poco después de que se vendiera la casa. “El niño que fui” no es el libro extenso que debiera haber sido, no contiene muchos cuentos, y en algunos tuvimos que añadir algo de inventiva para dar sentido a lo que veíamos en los sueños. Pero a todos nos convence la versión del joven abuelo que nos contempla desde sus páginas. Todos pensamos en él ese ratito en el que leemos sus recuerdos de infancia. Durante unos minutos, todas las partículas de aquel pequeño claro vuelven a recorrer los circuitos eléctricos que renovamos al pensar en él. Y, lo más importante, hemos encontrado el pegamento que nos vuelve a reunir a todos, al menos, una vez al año.

Pib




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