RECUERDOS DE UN PATIO DE VECINOS
de Dantés
Cada mañana el despertar en nuestro patio, no nos despertaba sólo las campanas del cercano monasterio de San Clemente, ni mucho menos los dulces cantos del gallo (en aquella época todavía se veían algunos en las casas del alrededor). Los que sí nos despertaban eran los fuertes gritos de Lola, una antigua prostituta de la Alameda, dirigidos a su hijo. Era algo ensordecedor y afectaba hasta al sordo que aquí escribe este relato. Rara era la mañana que no le gritaba, casi siempre con el mismo tema: “¡Guarro, a ver si recoges las colillas, que un día vamos a salir ardiendo!”. Es verdad que su hijo las acumulaba formando una gran pirámide, que ni las famosas de Egipto la superaban. Su “pequeño” hijo, de más de 45 años, aún vivía con su madre en una pequeña habitación junto al reducido apartamento que ésta tenía en la parte derecha y al fondo de la planta baja de aquel antiguo edificio, construido en 1897. El dueño del mismo únicamente pasaba por allí después de avisarle mil veces de algunas averías, salvo a primeros de cada mes, cuando se pasaba a cobrar los recibos de sus inquilinos.
El hijo le respondía a Lola, la antigua prostituta: “¡Recógelas con tu coño!”, a lo que la madre le contestaba: “¡Vete con tu puta madre!”. Estos gritos se escuchaban en todo el edificio. Desde el piso de arriba Antonia, otra prostituta en ejercicio, le contestaba con sorna: “Muy lejos no puede ir con su madre, ya que vive junto a ti. ¡Y cállate, por dios, que anoche me acosté tarde!” Antonia era muy morena, lo que dejaba clara que era de raza gitana, y muy tranquila y educada de ordinario, pero su educación se la acababa en esas ocasiones.
Enfrente de Lola vivía una buena mujer de Brenes que, por no vivir con sus hijos en el pueblo, alquiló en el edificio un pequeño apartamento que hoy en día, muchos años después, sirve a los vecinos con bici como garaje de éstas. En los tiempos que narro todas se dejaban en el zaguán. No por ello amanecían las mismas cada mañana: muchas aparecían puestas en venta bien en el mercadillo de los domingos en la Alameda, bien en el mercadillo que se celebraba los jueves, sustraídas a veces por algunos vecinos que, dada su adicción a las drogas, no perdían el tiempo en salir a robar bicis a la calle. Era el caso de Antonio el chatarrero, que vivía justamente al otro lado del pasillo. Su entrada estaba justo debajo de la escalera principal. Antonio salía a recoger chatarra hasta conseguir su dosis diaria, y ahí acababa su jornada laboral.
Una mañana no nos despertó Lola con sus gritos, sino Antonio y su mujer Inma, cuando llegaron los servicios sociales y se llevaron a su bebé nacido un par de meses antes, según decían por la insalubridad y adición de sus padres. Nos despertamos todos los vecinos y algunos, entre ellos yo, intentamos hablar con estos funcionarios y funcionarias para que buscaran otra alternativa que no pasara por separar al bebé de sus padres. A decir verdad, el niño no paraba de llorar durante todo el día. Al final se lo llevaron. Tiempo después Antonio falleció de sida.
Al lado de donde vivía este chatarrero había un piso que era utilizado por José, un antiguo boxeador, comunista, muy querido en el barrio por sus actividades políticas y sociales. Su profesión era entonces la de pintor, y en la casa guardaba las herramientas y material de trabajo, que desarrollaba con ayuda de su hijo. Junto a este piso vivía un hombre mayor, sordo. No hacía falta que los demás vecinos y vecinas pusiéramos la radio, hasta que no acababa el programa de José María García allí nadie podía dormir. Era un hombre muy reservado, apenas se comunicaba con nadie, y eso que a veces las escaleras parecían la calle Sierpes en hora punta de lo concurridas que estaban, repletas de gente hablando, discutiendo, la mayoría de las veces a gritos, y en medio los niños y niñas casi desnudos, corriendo y jugando. Este bullicio venía a ser la continuación de las habituales discusiones y gritos, sobre todo cuando se trataba de los niños de Paco, un vecino de mal carácter que, junto a su también gritona mujer, no consentía que se le recriminara cosa alguna a sus hijos, por muchas travesuras que hicieran.
Esta familia vivía nada más subir las escaleras a la derecha, en un pequeño apartamento sin apenas ventilación, ya que no tenía ventanas al exterior. A causa del intenso calor que hacía en los duros veranos sevillanos, la mayoría de las veces subían a la súper poblada azotea, en la que dormían también otros vecinos en colchones desplazados para ello. Justo enfrente estaba el piso de Antonia, la prostituta de raza gitana. A su lado, a la izquierda del pasillo, vivía una familia trabajadora que no se metía en nada; la mujer estaba siempre dispuesta a ofrecerte lo que necesitaras, más allá de la sal, azúcar, etc.
A su derecha vivía Agustín, un vendedor de golosinas y garrapiñadas, adicto a las drogas y al alcohol y también enfermo de sida. Aunque quería “permanecer en el armario”, como se dice hoy, sus maneras afeminadas le delataban. Llamaba la atención por la excesiva rojez de sus mejillas. Pero era muy trabajador, sus dosis se las pagaba sin necesidad de delinquir. Por el contrario un hermano suyo, que pasaba algunas temporadas con él a pesar de los disgustos que le daba, no se tomaba el trabajo de realizar largos desplazamientos para robar en las casas: lo hacía en el mismo patio, saltando de ventana a ventana. En una de estas andadas cayó al patio y ahí acabó su mísera vida, para sosiego de su hermano. Agustín se pasaba casi todo el tiempo en la casa de otra familia, Paco y Emilia que vivian al otro de lado de Antonia.
Paco y Emilia formaban una pequeña familia junto con sus tres hijos. Durante mucho tiempo era ella la que sostenía el gasto de la casa. Paco estaba en paro y esperaba que le saliera trabajo en el bar de Pepe, que estaba justo enfrente del edificio. Gracias a una pequeña minusvalía en la mano entró en la ONCE y pudieron tener una ligera mejoría económica. Poco después de fallecer el vecino Agustín a causa del sida se trasladaron a vivir a Coria del Río. Emilia era una mujer sencilla y amable, que a pesar de su no muy buena vida nunca dejaba de sonreír.
Junto a Emilia vivía María José, maestra en los Altos Colegios. Una mujer muy diferente a los demás vecinos, con buen carácter y buena conversación. Muchos de los apartamentos no disponían de baño, al fondo del pasillo había un váter para uso común. La maestra una noche se trajo de un derribo una bañera que instaló en el único lugar donde podía ponerlo..., en el comedor. La bañera estuvo instalada y se utilizó a diario durante casi 34 años. Esta maestra vivía con su pareja. Su apartamento era un entrar y salir de innumerables amigos con los que mantenía animadas tertulias que a veces duraban toda la noche. Entre estas ilustres amistades se encontraba un escritor muy querido, que poco después se vino a vivir al mismo edificio. Se llamaba José María Morales, pero era conocido como Tato.
A lado de esta vecina vivía un joven hippie, profesor de yoga en la vieja prisión de Sevilla recién venido de Madrid. Gracias a un alumno suyo consiguió este apartamento, que tenía la luz conectada de la red principal para toda la casa, literalmente toda la casa. La Sevillana de Electricidad hacía poco negocio con los inquilinos del edificio. A pesar del ruido y gritos este profesor de yoga también realizaba cursos de masajes y meditación.
Justo enfrente del piso de Emilia había un pequeño apartamento sin luz a la calle. Estaba habitado por un hombre mayor que reponía las máquinas de tabaco en la antigua estación de tren de Plaza de Armas. Vivía con un chico joven. Aunque el hombre mayor era muy reservado, la “Gaceta de cotilleos” de las escaleras afirmaba que eran novios. El hombre a unos les decía que el joven era su sobrino, a otros que era hijo de un conocido del pueblo. Curiosamente los que siempre ponían en duda su orientación sexual eran los vecinos más polémicos del patio, al resto bien poco les importaba.
Nada más subir las escaleras se encontraba el apartamento de Isabel, una mujer delgadita, con una larga melena negra, que dada su minusvalía trabajaba también vendiendo cupones para la ONCE. Como la mayoría del vecindario vivía sola y a veces su fuerte carácter se hacía sentir en la escalera.
Enfrente de ella habitaba María, una mujer mayor tranquila y muy servicial. A veces era quien apaciguaba los conflictos por su buen carácter. Como era la única que poseía teléfono, éste servía para que el resto de los vecinos pudieran recibir noticias, como la que le dio al hippie de la planta de abajo sobre el fallecimiento de su madre. Esta mujer, junto con Dolores, la vecina de Brenes, e Isabel la de la ONCE, confeccionaron para este vecino un petate que necesitaba para un largo viaje que iba a emprender por Asia. Aunque María vivía sola todos los días venía a verla su hermano Pepe, un antiguo distribuidor de películas con mucho carácter, que a veces se convertía en el hombre de mantenimiento, porque todo lo arreglaba.
Enfrente de María, en un apartamento pequeñito, vivía un pintor de raza negra, muy introvertido. Se acostaba en medio de los cuadros, sobre un colchón tirado en el suelo, aunque durante casi todo el verano dormía, como muchos vecinos, en la azotea. Un día los habituales gritos al comenzar la mañana fueron de la vecina que, al no escucharle en todo el día, se asomó por la ventana, extrañada porque al artista siempre se le oía trastear y se le veía pintar a todas horas motivos africanos. Ella tenía las llaves de su apartamento, y al entrar la sorpresa fue terrible: se lo encontró ahorcado en el salón, en un sitio difícil de ver porque el piso sólo tenía dos pequeñitas ventanitas. Todos los vecinos nos levantamos al escuchar los gritos, y poco después quedamos sobresaltados por el barullo formado cuando llegaron la policía, los servicios sanitarios, el juez, etc. Un triste final para esta persona que no llegó a Sevilla en buenas condiciones y, tras dos años de mucha precariedad, puso fin a su corta vida en un pequeño apartamento de un patio de vecinos sevillano.
En él la vida continuaba con sus acostumbradas peripecias y dificultades. Sólo la noche podía acallar el inmenso ruido, entrada ya la madrugada, derrotados todos por el sueño tras el intenso trajín diario.
Hoy, casi cuarenta años después, siento nostalgia cuando subo por las escaleras de lo que fue un patio lleno de bullicio y alegría. También cuando al salir veo las calles vacías, el antiguo horno de pan abandonado, el viejo estudio de grabación donde grupos como Triana, Alameda y otros grababan su música con sello Andaluz, o el Monasterio de San Clemente, en el que únicamente quedan unas cuantas y ancianas monjas, o la pequeña taberna de Pepe donde los parroquianos, casi siempre hombres, olvidaban sus penas peleándose por algo tan importante para ellos como la situación de sus clubes de fútbol, Betis y sus Sevilla club de Futbol.
Bajo por las escaleras y camino por la calle en un silencio quebrado sólo por el ruido de las maletas de quienes van camino a los hoy numerosos pisos turísticos. Ya no tengo que levantar la mano constantemente para saludar a los vecinos y vecinas. Me voy caminando en mi silencio, en mi recuerdo de lo que fue este patio de vecinos.
Dantés
-Bases y relatos recibidos-
