RUMOR CONFIRMADO
de Rosa de los vientos
La chica de la habitación 250 se levantó de la cama, sigilosamente, como un reptil. Rápida, escurridiza, recorrió el pasillo y bajo por las escaleras de emergencia. Salió del hospital orgullosa de su peripecia, convencida de que nadie se había percatado de su marcha. Abandonó el edificio, aunque tenía terminantemente prohibido por los médicos salir de la habitación. La prohibición se extendía incluso a los pasillos.
Había planeado con tiempo su “huida”. Había sustraído algunas prendas de ropa de familiares de otras habitaciones, para hacerse pasar por un acompañante. Además era verano y muchos sanitarios estaban de vacaciones.
Al llegar a la calle el termómetro marcaba 40 grados. Aspiró el aire con fuerza, con deleite, como si llevara meses sin respirar. El sol era abrasador y comenzó a sudar. Aprovechó la única sombra que se veía en el espacio que abarcaba su vista: una parada de autobús. Se notaba empapada, como si se hubiera duchado. Se dedicó a mirar su cuerpo lentamente. La claridad acusó algunos vellos en sus piernas que la luz artificial del hospital había ocultado. También observo con un pequeño espejo que tenía en el bolsillo, que necesitaba un retoque en las cejas. Cruzó a un bazar que había cerca. Al entrar en el establecimiento se encontraba algo mareada y notaba sus manos completamente mojadas. El aire acondicionado le devolvió el bienestar. Se sintió feliz en aquel oasis repleto de artículos de todo tipo. Compró una crema y unas pinzas de depilar. Al cobrar, el dependiente, observó extrañado unas gruesas gotas que resbalaban de las manos de la clienta sobre el mostrador. Al poco de salir se notó muy cansada y bañada en sudor. Se acomodó nuevamente bajo la marquesina de la parada y se puso a depilarse tranquila. No había nadie que pudiera observarla. Hacía calor y era la hora de la siesta.
Extrajo un vello y vio con asombro como un chorrito de agua brotaba sin cesar del poro; luego quitó otro vello del que emanó un chorro, aún mayor. La angustia se iba apoderando de ella. No sabía qué le pasaba. Al quitar varios pelos de las cejas, empezaron a fluir pequeñas cascadas que le cegaban los ojos por mucho que parpadeara. Finas cataratas emanaban de todo su cuerpo sin parar. Grito y gritó. Pero no había nadie. Observaba, aterrorizada, como iba perdiendo los contornos de su figura y se iba formando una gran laguna bajo sus pies.
Los rumores que había escuchado una noche en el pasillo se confirmaban: había ingresado en el hospital una mujer con el síndrome de “piel de hielo”.
Rosa de los vientos
-Bases y relatos recibidos-
