Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón

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Cuarto Concurso de Relatos Breves

EL SENDERO DE LOS GUAIAMÚ
de Andrea Marabini

Foto de Andrea Marabini. Morro de São Paulo, 2023
Foto de Andrea Marabini. Morro de São Paulo, 2023
(recordando a Ângela Maria Toledo da Silva, 1963 – 2010)

Los baches inundados y la tierra resbalosa no son impedimento para el caminar de Bruna. A pesar de tener sólo 13 años, sus pies ya han aprendido a moverse rápido por esa isla tan acostumbrada a las lluvias. Hoy Bruna vuelve a casa desde la oficina de correos con más apuro de lo habitual, y con un sobre en la mano. Las cartas llegan cada dos semanas, o tardan un poco más si el mar está de malas; ya que las lanchas, que van y vienen del continente, no son seguras como los pies de Bruna, y el agua del océano es menos indulgente que las arenosas tierras de la isla. La niña camina rápido porqué reconoció, en la dirección del sobre, la letra de su hermano João. “Morro de São Paulo”, está escrito. No hay más direcciones en la isla, todo llega a la misma oficina de correos. Allí, todo lugar es simplemente “Morro”. Sin embargo, son las palabras siguientes las que explican aún más la prisa de Bruna. “María Eduarda Vieira dos Santos”, el nombre de su madre. El temor de abrir una carta que no esté dirigida a uno mismo y el respeto inculcado por la educación familiar son, por algunos años todavía, más fuertes que el ímpetu adolescente de Bruna, alimentado por la sutil pero frustrante necesidad de saber sobre el futuro próximo de su hermano mayor. Mientras camina, piensa que a João siempre le ha costado hablar por teléfono sobre las cosas importantes. Su madre, que lo vio crecer, podría citar innumerables ocasiones en las que no consiguió sostener en voz conversaciones incómodas. Prefiere escribir cartas. Como la que dejó el día que salió de la isla rumbo al continente.

“Mamá”, llama Bruna antes de entrar en la casa. “Mamá”, repite una vez dentro, cerrando la puerta. La madre sale de la cocina disimulando su preocupación con un paso lento, como si nada hubiera interrumpido sus tareas domésticas. Eduarda sabía que la hija venía de la oficina de correos e intuyó, por la inflexión de su voz, la probable llegada de una comunicación que tal vez hubiera querido procrastinar. “Es de João”. La madre recibe el sobre en sus manos y no contesta nada. Lo abre. Bruna, que se había quedado de pie mirándola fijamente, consigue averiguar que todos los folios están escritos de puño y letra por el hermano. Eduarda entra a la cocina. La hija se queda fuera esperando, mira hacia la puerta de la casa y luego hacia el cubo de los paraguas, apoyado al lado de la entrada. El azul era del hermano. Ahora se queda siempre allí, cerrado. En los últimos meses, el recuerdo de João en el corazón de Bruna ha sido como ese paraguas azul: discreto, ocupando el mínimo espacio, pero siempre en su lugar por si algún día llueve. Después de unos minutos de silencio, la madre habla desde la cocina. “Está bien. Le han renovado el contrato con la orquesta por un año entero. Valença, Nazaré y algún concierto también en Salvador”. Luego, se queda en silencio, mirando a través de la ventana la ropa tendida en el jardín. “¿No va a volver?”, pregunta Bruna. “Tal vez, algún día después de Navidad, porque dice que en Navidad es cuando tienen más conciertos”. Fue eso lo que la madre contestó aunque, por dentro, sentía que esa no era la respuesta a la pregunta de su hija, ni siquiera lo era para la pregunta que su propio corazón formuló al empezar a leer las primeras palabras de la carta. De repente, Bruna se echa a correr y sale de casa dejando la puerta abierta. Un viento fresco y húmedo entra, avisando que en cuanto llegue el ocaso volverá a llover.

Bruna cruza la calle principal de la aldea. En un edificio en construcción, al lado del supermercado, un grupo de hombres está alrededor de un gran altavoz. Pronto llegarán más, algunos luciendo sus motos de cross de segunda mano. Ellos son los que ocupan las calles en las noches del Morro. Otro grupito está recaudando dinero para comprar cerveza; las tiendas están cerradas, todos han vuelto ya de sus trabajos, sólo el pequeño supermercado, con infelicidad de las dos chicas de la caja, se quedará abierto hasta la madrugada. Bruna baja hacia los condominios nuevos, en dirección de la playa; a la vuelta toma el camino del bosque. Superando el último edificio del pueblo, al otro lado de la carretera, viene caminando Ângela, la carioca, con su material de pintura, de vuelta a casa desde la Posada Ilhia do Sol. Ella conoce a Bruna, es amiga de su madre. Se cruzan con la mirada y se intercambian una sonrisa, la de Bruna forzosamente alegre, ya que quiere disimular, con todos los músculos de la cara, el enfado que le sube desde las entrañas, por saber que su hermano ha decidido marcharse de verdad. Bruna recuerda que João nunca entendió el porqué Ângela, desde Río de Janeiro, decidió mudarse a la perdida isla del Morro. Sin comprar fincas, como hicieron los italianos primero, y los alemanes y los argentinos después. Muchos de ellos se enriquecieron adquiriendo tierra barata y desdeñada por los pescadores, y construyendo villas turísticas. Pero Ângela no quería una casa para las vacaciones, sino un hogar. Por esos pensamientos deambula la mente de Bruna, distrayendo su ánimo, por un momento, del despecho. Ya no hay casas ni condominios alrededor, sólo bosque para los ojos, pájaros para el oído e insectos para la piel. La niña baja por el sendero de los cangrejos Guaiamú, directo a la última playa. “El desierto” es como le llaman, “El desierto azul”, donde agua y cielo redefinen constantemente su umbral de cobalto, así como las olas con la orilla, en su ir y volver perenne. “El desierto azul”, que separa al Morro del resto del mundo. Dicen que los Guaiamú vienen de allá, del horizonte, donde se toca el océano y el firmamento. Un día decidieron moverse al Morro y hacer, bajo la arena de los verdes bosques atlánticos de la isla, sus pequeñas casas. Por eso sus cabezas están teñidas de azul, para recordarles de dónde vienen. “Esta historia nos la contó mamá”, recuerda Bruna, caminado con la mirada baja, mientras busca los pequeños agujeros en el suelo. Tímidas quelas asoman desde alguno de éstos, los demás están vacíos o habitados por cangrejos menos atrevidos. “João se ha olvidado de dónde viene. Todo era perfecto y un día se olvidó. Culpa del maldito teclado. Maldito el día que mamá se lo compró. O antes: culpa de los cascos. Todo empezó cuando se puso a escuchar música con los cascos. Lo teníamos todo: los juegos, la playa, los bichos, los cacaos y los mangos. No necesitábamos nada más. El Morro lo tiene todo: las garcitas blancas para perseguir rápido, los caracoles para perseguir lento; el bosque de manglar para escondernos, el océano delante para perdernos. Y nos teníamos a nosotros, para vivirlo todo”. Los pasos de la niña se aceleran conforme el sendero ensancha. Cada metro hay menos arbustos. Los troncos alargados de las palmeras destacan a la vista y lanzan sus cabezas al cielo, intentando superar la exuberante frondosidad de las magnolias. Bruna sabe que la playa está cerca.

Es bajamar, casi no se oyen las olas. Dos barquitos pesqueros están en la orilla, amarrados a un palo. En la playa sólo hay huellas de caballos, gaviotas y pescadores; rastros del día que está por terminar. También está Bruna, sentada en el silencio que contiene y comprime el ruido de sus pensamientos. Una figura de mujer se acerca, caminando con lentitud por la orilla, hasta llegar al lado de la niña. Se sienta con ella. Bruna no se mueve, conoce a la mujer. “Mamá, ¿qué haces aquí?”. “No quería quedarme sola en la casa”. “¿Cómo sabías que estaba aquí?”. La madre se queda en silencio. “Mamá, no lo entiendo. João nos ha abandonado”. “No cielo, es distinto. Para vivir la libertad, es necesario entenderla. Para entenderla es necesario liberarla. Y para liberarla, es necesario contraer compromiso consigo mismo”. Bruna mira a su madre con cara de interrogación. Eduarda voltea la mirada hacia el bosque, donde un pequeño riachuelo desemboca directo en el mar. “Mira ese árbol de mango, nacido en el borde de un arroyo. Sus frutos caen, el agua se los lleva despacio. Pero allí se queda, tronco robusto y firme, plantado en la carne de la tierra madre. Él sabe que lo que se llevó el agua…dará a luz a otro frondoso árbol de mango. Si no aquí, en cualquier otro lugar. Cariño, tal vez un día tú también querrás irte del Morro”. “No, yo no me voy”. La negativa salió al instante de los labios de Bruna, como para apagar una pequeña llama antes de que se volviera incendio. Por primera vez en estos meses, destella, en el corazón la hija, la conciencia de que su madre también echa de menos a João. Miles de pensamientos atraviesan su mente, hasta el punto de imaginarse reunida con su hermano en el continente. Todas esas ideas, que habían estado turbando el ánimo de la niña durante este tiempo, se condensan alrededor de la pregunta indirecta que había formulado Eduarda, y que todavía, Bruna, no había tenido el valor de hacerse: “¿algún día, también querré irme del Morro?”. Del silencio, con sorpresa de la madre, Bruna repite: “No mamá, no me voy”. Iba a añadir algo más, pero sus palabras no llegaron a materializarse. Se quedaron suspendidas, como suspendido es el color de ese mismo cielo que Bruna y Eduarda tienen delante. Color por el que nunca se puede saber si de un amanecer o de un atardecer se trata, sin tener la memoria de lo que hubo antes, junto con el conocimiento cíclico del tiempo. Bruna cierra los ojos y una voz parece susurrarle desde dentro: “¿cómo puedo dejar este lugar? Aquí, yo no lloro. Aquí, yo sólo río. Aquí, yo soy río, corriendo hacia el mar1.

Colibrí Tijereta

1Todas las frases en cursiva a lo largo del texto son citas de la obra poética de la escritora y pintora Ângela Maria Toledo da Silva, originaria de Río de Janeiro, que, en 1991, con 28 años de edad, decidió vivir en la isla Morro de São Paulo (Brasil). La traducción es mía. Su obra poética se encuentra sólo en algunas pequeñas ediciones locales en lengua portuguesa, en la memoria de la gente que la quiso, compartiendo con ella parte de su camino, y en las paredes de unas pocas posadas de la isla. Ella solía escribir sus composiciones en los muros del pueblo. Este breve cuento tiene el deseo y la esperanza de recordar y dar a conocer a Ângela, quien emprendió un camino artístico, en el que, cada día, vida y poesía se nutrían con reciprocidad.





-Bases y relatos recibidos-

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