EL ÁRBOL DE DARÍO,
de Andrea Marabini
(Dedicado a mi tierra natal y a la gente que la habitó y la sigue habitando. Para que la memoria nunca se pierda y siga alimentando lo que somos hoy en día).
Todo lo que, hasta ese momento, había sido para Darío un juego, cambió profundamente su naturaleza. Ese día, el niño Darío estaba de pie debajo de la gran encina que, con sus frondosas ramas, enmarcaba la entrada de la finca, al lado del camino de tierra que llevaba al pueblo. “Ahora tú eres el hombre de casa” le dijo su padre antes de marcharse al ejército para apoyar al que resultaría ser, según la historia, el bando equivocado. Aunque los campesinos, de linaje y condición, nunca eligen verdaderamente un bando, más bien, son las circunstancias las que deciden por ellos. Tampoco eligen luchar en una guerra sin ser reclamados, ya que el trabajo duro, el frío invernal y la estrechez de la vida en el campo, ya son bastante guerra para el cuerpo resignadamente dolorido de un jornalero. No obstante, como recitan las últimas palabras de ese himno tan de moda en esos años: “La Italia llamó”, y quien pudo, tuvo que acudir. Desde aquellas palabras del padre, han pasado dos años y un invierno, y, desde aquel entonces, Darío ha ido construyendo la rutina, casi religiosa, de revisar diariamente todos los alrededores de la casa, del gallinero, del jardín y del huerto. Ninguna planta, objeto o piedra pasa desapercibida por la mirada atenta del niño. Ninguna minucia: ni las bellotas que se caen por accidente desde los picos de algún pájaro demasiado precipitado, ni las nuevas flores de las achicorias que brotan a los límites del huerto. La memoria de estos pequeños detalles y la certeza de encontrarlos cada día son el maravilloso reino de Darío: el lugar donde se siente protegido.
Hoy Darío se resguarda del primer calor de la primavera a la sombra de la misma gran encina donde se despidió de su padre. Mira hacia lo lejos, siguiendo la línea arenosa que separa los campos en barbecho. No hay curvas, no hay colinas que impidan al ojo de Darío correr hacia delante, hasta que las formas y los colores no se mezclan. Y en aquellas nieblas lejanas, la imaginación se despierta. Darío se aleja de la encina y, con mirada altiva, desfila al lado de los cipreses en dirección de la casa, igual que un rey pasea para disfrutar de sus posesiones. En el jardín reposan dos olmos viejos, de tronco ancho y ramas largas. Las cicatrices de sus antiguas heridas de poda, hoy son cobijo para aquellas gallinas que prefieren trepar para esconder mejor sus nidos. Darío se acerca para comprobar si hay algún huevo de más. “Siempre hay que dejar uno”, le enseñó su madre, “para que la gallina vuelva a su nido”. No hay suerte hoy para Darío que, decepcionado, sale del jardín hacia el huerto. Allí encuentra las dos hileras de manzanos. Tal vez por el escaso desayuno en la casa que, desde hace una semana, ya no está complementado por la taza de leche que ofrece la escuela, la barriga de Darío ruge al imaginar el jugoso e intenso sabor de las pequeñas manzanas. Los pensamientos hambrientos del niño desaparecen en cuanto su mirada llega a un pequeño cúmulo de forraje al lado del caminito. No hay nada fuera de su sitio que atraiga la mirada del niño. Su atención se detiene por el simple hecho de haber llegado al lugar donde, según la pueril imaginación del pequeño “rey Darío”, un día podría convertirse en un guerrillero valiente o tal vez, aún no sabe de qué manera, en un héroe. Ha llegado al búnker. El búnker es un simple agujero en la tierra tapado por una tabla de madera. En este caso, puede hospedar hasta tres cuerpos adultos. Lo cavó Marco, el maestro de la escuela, con la ayuda de dos amigos, hace mes y medio. “Es importante taparlo con hierba larga y seca, para que los aviones desde arriba no lo puedan ver”. Así le explicó al niño, la tarde que terminaron de construirlo. “Darío, escúchame bien. Las sirenas están en la plaza del pueblo, son tan fuertes que se oyen por todas partes. Cuando oigas las sirenas tienes que correr aquí dentro. Tú, tu madre y tus hermanas. Las sirenas suenan porque van a llegar los bombarderos. Ya te expliqué en clase lo que son los bombarderos. Cuando oigas la sirena tienes que correr aquí dentro”. Estas fueron las palabras del maestro Marco. Hablaba a Darío, pero su mirada severa iba hacia los ojos de la madre. Ella devolvía la mirada mientras asentía en silencio con la cabeza. Darío no miraba ni a ella ni a él: sus ojos únicamente se volcaban en el hoyo del bunker.
El maestro Marco combatía su guerra desde otro lugar. Sus cincuenta y cuatro años de desbordante sobrepeso y el asma crónico de tabaquista precoz no le permitieron participar directamente en el conflicto. Tenía que quedarse en el pueblo. Así que sintió la implacable necesidad de transmitir a todos sus vecinos cualquier información bélica que conseguía reunir. Su misión divulgativa se volcaba especialmente en sus jóvenes estudiantes de primaria, entre ellos, Darío. Su compromiso con la información era férreo y podía llevarlo hasta magnificar las hazañas de los aliados norteamericanos. Un discurso bastante arriesgado desde que el pueblo había sido ocupado por las tropas alemanas. Sin embargo, cabe destacar que, a esas alturas de la guerra, las charlas de un maestro de primaria no eran ciertamente algo relevante para los soldados que, más bien, tenían que procurarse de sobrevivir sin las provisiones que habían dejado de llegar desde Alemania. En otro campo de batalla se libraba la guerra de Marta, madre de Darío: en el terreno del silencio. El silencio frente a los gritos incomprensibles de los soldados alemanes que pasaban periódicamente a su casa, exigiendo algún huevo o papa que hubiera sido escondida. El silencio al escuchar los comentarios de las mujeres mayores que decían: “a estas alturas, los hombres que se fueron a la guerra ya no van a volver nunca”. El silencio de los atardeceres, volviendo del pueblo, cuando había sonado el toque de queda y nadie estaba en la calle. El silencio de sus manos que desgranaban el rosario de plástico azul, contando las horas de vida perdidas en el miedo, al ritmo del “Ave María” y a la espera de regresar a una normalidad que ya se había convertido en simple recuerdo.
El mismo silencio invade la mente de Darío mientras contempla el bunker cuando, de repente, el sonido penetrante de una sirena corta el aire húmedo y sin viento, y empieza con su letanía creciente y menguante. Darío se sobresalta, por instinto se da la vuelta y corre hacia la puerta de su casa. En unos pocos segundos empieza a escuchar un grito de mujer, largo y constante: es Marta. El niño ve a su madre correr hacia él, arrastrando a las dos hermanas, una en cada mano. Darío se para. Se percata de que está corriendo en la dirección equivocada, se da la vuelta y vuelve hacia el búnker. En pocos segundos, toda la familia se encuentra reunida en el agujero. La madre coloca con cuidado la madera, dejando algunos orificios para que circule el aire. Ella respira con afán, Darío tiembla sin darse cuenta. La hermana menor, recuperada del choque, empieza a llorar. Su madre la abraza fuerte, ahogando los gritos de la hija en el pecho. Se escucha el sonido de los aviones volando bajo. El tiempo se para; cada instante se estira hasta alcanzar pequeñas eternidades. No es la primera vez que la familia se encuentra en el búnker: en el pueblo hubo ya cinco ataques de aviones. Saben que, en algún momento, podrían oír explosiones, más o menos cercanas. Pero, lo que Darío y su familia todavía no saben, es lo que se siente en las células del cuerpo cuando un explosivo, lanzado por un bombardero norteamericano en picado, cae a menos de cien metros de distancia. Son de esas cosas difíciles de imaginar si no se han vivido en la propia piel. En un futuro, muchas veces Darío contará cómo sintió la tierra temblar debajo suyo, del silbido que sigue al tremendo fragor de la explosión y de las lágrimas de sus hermanas. Por pudor u orgullo, otras tantas veces se olvidará de contar sobre su propio llanto, sobre cómo el miedo es más rápido que la conciencia y de sus efectos sobre los fluidos del cuerpo. También olvidará muchos detalles, porque la memoria olvida fácilmente lo que la mente no es capaz de entender. Como, por ejemplo, los gritos que escuchó ese día: lamentos en un alemán incomprensible de hombres agonizando; así han de gritar los condenados del infierno en el que a Darío le habían enseñado a creer. La luz que entra desde las rendijas, entre la tierra y la tabla de madera, deja intuir que el sol ya está más cerca del horizonte. Han pasado algunas horas desde la explosión, ya no se escuchan los gritos agónicos de los soldados: han ido apagándose poco a poco. En ese silencio, en la mente de Darío, comienza a gestarse un pensamiento aterrador: ¿Qué habrá sido de su casa, de las gallinas y de sus árboles? ¿Qué habrá quedado del reino de sus fantasías que el padre le había encargado? Darío quiere salir. La madre empuja la tabla de madera hacia arriba, dejando entrar luz y aire fresco. En menos de un segundo, el niño ya está afuera corriendo hacía la casa. En seguida, se da cuenta que la bomba cayó en el camino de tierra que lleva al pueblo. Sin pensar demasiado, Darío se dirige hacia la gran encina de la entrada de la finca. Al lado de la carretera hay un tractor volcado y un carro de madera destrozado. Muchas cajas han volado dispersando su contenido a decenas de metros de distancia. Diseminados, se hallan los cuerpos sin vida de los soldados alemanes que componían la tropa que ocupaba el pueblo. Juntos hay muchos cadáveres de conocidos: lugareños que fueron obligados a ayudarlos en el traslado. Los soldados se estaban retirando hacia el norte, ya que había llegado la información de la inminente llegada de las fuerzas norteamericanas. Darío mira su gran árbol. Algunas ramas se han roto por el impulso de la explosión. Sin embargo, la encina sigue erguida a pesar de todo. “La guerra no está perdida” grita Darío entre rabia y exaltación. “El árbol sigue en pie” grita dejándose caer sobre las rodillas y golpeando la tierra con sus puños. “La guerra no está perdida”. En ese mismo instante, el maestro Marco llega, camino del pueblo, seguido por más hombres. Mira el agujero de la explosión, el carro reventado y los cuerpos sin vida. Ve a Darío gritando debajo del árbol: “La guerra no está perdida”. Su mirada vuelve hacía el destrozo que tiene delante: amigos y enemigos, soldados y campesinos; muertos uno al lado del otro. Marco regresa su mirada a Darío, siente pena. Y piensa: “¿Acaso hay alguien que gana en una guerra?”
Ni siquiera el tiempo podría contestar con certeza a esa pregunta. Pero el tiempo sabe que la guerra terminará pronto, que vendrán a recoger los cuerpos para darles sepultura, a todos en la misma tierra; que vendrán a reparar el camino y que el padre de Darío nunca volverá. El tiempo sabe que brotarán nuevas ramas de la encina, ahí donde se rompieron; que ese árbol será testigo de encuentros amorosos a escondidas de las familias; que verá la carretera de al lado cubrirse de aflato. Ese árbol dejará de ver burros y sólo pasarán coches a su lado. Verá a Darío crecer, hacerse mayor y, un día, morir. Verá también a los hijos de Darío irse y volver sólo los fines de semana. Algún día llegará un concejal del ayuntamiento, queriéndolo talar por estar demasiado cerca de la carretera. Otro día llegará otro concejal, premiándolo por ser un árbol tan viejo y tan grande. Le pondrán palos de metal a su lado para sostenerlo, y habrá gente que se detendrá en el camino para hacerle alguna foto. Y, tal vez, llegará un día en el que nadie se acuerde de lo que pasó debajo de esa gran encina, el último día de guerra, justo antes de la liberación. Cuando se pierda esa memoria, morirá también una parte de conciencia, así como muere un árbol antiguo, silencioso testigo del tiempo. Entonces los gritos de un niño en tiempo de guerra, que sólo quería ser niño y no siempre entendía sus propias palabras, cobrarán un nuevo sentido. Porque cuando se pierda la memoria, entonces la guerra estará realmente perdida.
Andrea Marabini
-Bases y relatos recibidos-
