Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


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AUN NOS QUEDA LAS ARENQUES
de Aluo

Sevilla...

Manuel atravesaba el Arco de la Macarena llevando en la mano izquierda a su perro de la correa. En la derecha sostenía una bolsa verde de plástico con una barra de pan que estaba sufriendo el calor y sus sudores, convirtiendo la bolsa en una sauna de agua y vapor.

Eran las 6 de la tarde, aún el calor apretaba, al igual que la vejiga de Augusto, el perro de agua de cinco años que, tres veces al día, tenía que ir marcando los rincones del barrio por si una bella y linda perra se percataba de su presencia. Perrita no encontró, pero sí una larga cola de turistas para ver la basílica y, de paso, ver si les podían hacer una rebaja tanto en las penitencias por sus pecados como en los recuerdos que exponen en la tienda de artículos sacros.

Se adentró por la calle de San Luis. No hace mucho tiempo costaba recorrerla, ya que a cada paso que dabas te ibas encontrando con alguna vecina o vecino que te obligaba a una breve parada para comentar en unos segundos cómo está el mundo e intentar arreglarlo. De paso, Augusto aprovechaba para levantar la pata y dejar su firma, a veces también otra cosita que en muchas ocasiones se quedaba como regalo para decorar el barrio...

Esta calle, no muy ancha, al intenso trasiego de la gente del barrio unía, no hace mucho tiempo, el aparcamiento de automóviles y motos, lo que ralentizaba aún más el paseo en dirección a la cercana Plaza del Pumarejo (o Espumarejo, como dicen algunos parroquianos del lugar). Antes de llegar a la plaza observé una larga cola. No veía iglesias, y tampoco ningún paso de alguna Hermandad de las muchas que durante todo el año transitan por las calles del casco antiguo de la ciudad, sea Semana Santa o no. Esta larga cola se debía a personas esperando su turno para los ansiados caracoles o también las apreciadas cabrillas de este sacro lugar caracolí, que durante años y años, siguiendo la secreta receta familiar que solo muy poquitos miembros de la familia conocen, hace que sea éste uno de los lugares más apreciados para esta especie con cuernos.

La emblemática plaza se encontraba abarrotada, ocupada por veladores de los cuatro bares actuales, cuando hace bien poquito esta plaza solo disponía de dos establecimientos. En la misma plaza se encontraba el kiosco de prensa y de chucherías, regentado por una persona muy querida por los y las niñas del barrio, muy participativa siempre en las muchas actividades que en este lugar se desarrollan. La casa-palacio del Pumarejo, los mercadillos, festivales, manifestaciones, trifulcas entre indigentes, etc., configuraban el singular escenario de la vida cotidiana en esta plaza. Y todo convivía en cierta armonía.

Al llegar a la plaza vio a un hombre que en un principio no reconoció, sentado en un trocito de banco que los bares habían dejado libre, porque a menudo permanecían llenos de vasos y platos ya consumidos por los parroquianos y no tan parroquianos que llenaban estos veladores. A veces había que pedir número para poder ocupar una de estas apreciadas mesas, no sin alguna que otra trifulca por su disputa. Según se acercaba empezó a reconocer a esta persona, antiguo vecino del barrio que había emigrado unos años atrás. Se le veía triste, melancólico, lloroso y muy nostálgico. Al preguntarle el porqué de su estado, casi se echa a llorar. Contestó: «¿Pero tú no te das cuenta de lo que han hecho con este barrio? Todo está cambiado, excepto dos bares muy antiguos que para mi alegría ahí siguen. Como ves, hay que hacer cola, no ya para pedir los tan apreciados caracoles y cabrillas, también para coger una mesa. Por eso estoy sentadito frente a la puerta, viendo que ya no es como antes, pero es de lo poquito que me trae buenos recuerdos. Apenas conozco a nadie, veo las calles llenas de apartamentos turísticos. ¿Dónde están los vecinos, las vecinas, niñas y niños jugando o peleándose? Los bajos que antes eran talleres o simples garajes ahora se han convertido en minúsculos habitáculos para el turismo masivo, que arrasa con todas estas cosas que embellecían y daban vida al barrio. ¿No voy a estar mal? Si apenas conozco a nadie. Hace poco tiempo venías y conocías a las personas, y ahora apenas veo a nadie conocido y las tiendas están cerradas. Sólo veo turistas con sus maletas de ruedas».

Manuel no sabía qué hacer para consolar a esta persona y solo se le ocurrió cogerle de la mano y decirle: «Ven, acompáñame».

Lo sacó de la plaza y dobló la esquina ante el asombro del regresado. Se pararon ante una bodeguita pequeña, donde apenas caben cuatro personas. Esta bodeguita es un pálido recuerdo de lo que en su día fue una gran bodega por la que pasaron artistas flamencos, intelectuales y los parroquianos del lugar, en la que cobraron fama sus alitas de pollo y codornices. Al verla, las lágrimas le caían por toda la cara. Siguieron caminando hasta la conocida calle Parra. Aunque era por la tarde y estaba cerrada, le mostró la vieja carbonería, conservada gracias a la lucha y presión de su carbonero y de muchas personas. Ahora es además un hermoso espacio cultural y lugar de encuentro. Esto hizo que el regresado cambiara su semblante, y una ligera sonrisa brotó en su rostro.

Para no salirse del entorno, retrocedieron otra vez en dirección a la plaza, pero enseguida se pararon de nuevo en la calle S. Luis, en la que hasta época bien reciente sólo había tiendas del barrio. Nada más doblar la esquina, se encontraron con una pequeña pero hermosa librería, de las que nada más entrar en ella te quedas alucinado por la cantidad de libros interesantes que hay. Manuel le hizo mirar a la acera de enfrente y le dijo que en ese lugar había hasta hace muy poquito una antigua taberna. Un bonito lugar antiguo, espacio en el que se reunían intelectuales y opositores al régimen franquista. En los últimos días de la vida de este bar estaba siempre lleno de vecinas y vecinos, siendo difícil coger algunas de las cuatro mesas que tenía. Por supuesto, el regresado lo conocía, así como la fama que tenía sus vinos.

Otra vez se vino abajo el hombre, y Manuel le echó el brazo por encima y lo acercó a una tienda de las antiguas que hizo que sus pupilas se abrieran de par en par. Esta tienda de ultramarinos es de las poquitas que aún muestra sus productos de legumbres en sacos, su olor a jamón, a queso, a sardinas arenques, a dulces y vinos que datan de un año antes del golpe de Estado que dio pie a la Guerra Civil, y que hasta el año 2004 se ubicaba en la cercana calle Relator. Este establecimiento, que sí estaba abierto, le volvió a dar al regresado como una fuerte dosis de oxígeno. Abrazando fuertemente a Manuel y respirando fuerte, exclamó: «¡Uf, menos mal que aún nos quedan las sardinas arenques!».

Aluo




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