DIGNA HEREDERA,
de Flor de pasión
Tenía un carácter de mil demonios. Trataba a todo el mundo con la punta del pie, mejor dicho con la punta hiriente y lacerante de su lengua. No escuchaba una opinión distinta a la que tenía prefijada en su mente, y gritaba sin ton ni son defendiendo sus razonamientos hasta la extenuación. No respetaba el espacio vital de cortesía y se arrimaba moviendo las manos en actitud beligerante. Lo único que la apaciguaba eran las flores. Las flores y el mar.
Durante varios meses batalló con sus vecinos para llenar el patio comunitario de plantas, obviando todo argumento en contra. Por una vez llevaba razón. Era absurdo que el patio, inmenso, desolador, de ladrillos, no tuviera ni una triste maceta. Un patio tan hermoso solo para limpiarlo, y regarlo con la manguera. Que ya que se despilfarra agua que sea al menos para embellecer el patio, decía a voz en grito cada vez que veía a la chica de la limpieza baldear el suelo.
Su tenacidad dio fruto y el patio se llenó de plantas. Cada atardecer, tranquila, ensoñada, con un mimo inimaginable en ella, regaba su hilera de macetas. Hilera distribuida cartesianamente. Por un lado las macetas con decoración. A continuación los tiestos color de barro. En el otro extremo las jardineras, y en el centro de todo una inmensa palmera.
El tiempo fue pasando y las plantas creciendo. Muchas mañanas la veía entretenida en quitar hojas secas; enderezar algún tronquito rebelde; trasplantar; poner semillas nuevas. Era llamativa la metamorfosis que ejercían sobre ella las flores. En los bloques de alrededor se comentaba lo hermoso que había puesto el patio. Ojos curiosos desde las ventanas observaban a aquella mujer a la que solo parecía dulcificar el cuidado de las plantas.
No sé en qué momento reparé en que no la veía y, más aún, no escuchaba su tono desafiante y polémico, sus trifurcas con cualquier vecino por el asunto que fuera. Observe que era su marido el que regaba, de tarde en tarde, con ligereza y desinterés. Algo importante debía haber sucedido.
Una mañana que me levante más temprano que de costumbre, cuando aún el alba anda desperezándose, la vi regando las macetas, con lentitud y poco brío. Llevaba un pañuelo en la cabeza. No tuve duda de que se estaba tratando de cáncer. A partir de ese momento ella buscaba mi mirada cuando salía al patio. Yo le sonreía y le daba un poco de cancha: “menos mal que conseguiste convencer a los vecinos. Tenéis el patio precioso”. Ella hacía un gesto de victoria con la mano. Y así empezamos una relación sencilla, discreta, gratificante. Cuando me la encontraba en la calle a pesar de sus ojos hundidos, su piel demacrada y su escasa fuerza, siempre sacaba arrestos para contarme algún chisme vecinal, del que había salido airosa. Yo sonreía y pensaba en su genio y figura. A veces me hablaba del mar. Me contaba que cuando mejoraba de los tratamientos iba con su marido a la playa. Allí era tan feliz como con sus macetas. Era con lo único que nunca había peleado, con las flores y el mar, y me lo decía con una sonrisa irónica, maliciosa, como si le costara trabajo pensar que había algo con lo que ella no se hubiera enfrentado. Que hasta con el cáncer guerreaba ella a todas horas, decía. A ver si se creen estos bichos malditos que me van a tumbar a mi tan fácil.
Nadie me dijo de su muerte. Lo supe porque en unas semanas fueron desapareciendo las macetas. Solo había quedado una, mal situada, huérfana de todas las demás: la hermosa palmera que ella había colocado en el centro del patio. Una tristeza seca recorrió mi interior y me pregunté por qué no habían dejado los vecinos las macetas en su memoria. Por qué habían vuelto a dejar ese erial de ladrillo, desierto de vida, sin color, sin pequeños tallos que crezcan o mueran.
El tiempo fue pasando. Y una tarde una voz enérgica, provocadora, desafiante sonó en el patio. Era una nueva vecina que discutía acaloradamente con los inquilinos acerca de lo horrible que estaba ese patio sin macetas. Esa voz aseguraba que no pararía hasta ocupar esa superficie de ladrillos con hermosas flores. Empecé a reírme para mis adentros. Observé a aquella mujer que en nada se parecía físicamente a Patricia, pero que como ella tenía genio y figura. Y me sentí contenta de saber que en poco tiempo sería muy agradable llenarme los ojos de esa gama tan única y maravillosa que nos regalan las plantas. Me alegró pensar en esa digna heredera que había venido a ocupar el lugar de la difunta. Otra mujer indómita, con un carácter de mil demonios a la que le gustaban las flores. Y puede que también le gustara el mar.
Flor de pasión
-Bases y relatos recibidos-
