Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


Actividades
Realizadas lupa

atras
Quinto Concurso de Relatos Breves

EL GUARDIÁN DEL PASADIZO,
de ALBAHIEL

Tras entregar mi voto, vi su sombra a lo lejos. Aún estaba allí. No era del todo visible desde dentro, ni tampoco desde fuera, porque lo tapaba un seto y se encontraba orientado en diagonal.

Giré el cuerpo para pasar por él apartando las ramas que lo ocultaban, con la ayuda de una pequeña red metálica casi desprendida. Era el viejo hueco que dejaban algunos barrotes de cemento rotos en la valla del centro. Oculto por los setos, después de tantos años aún no lo habían arreglado del todo, era el “pasadizo” por donde a veces escapábamos del patio.

Más gordo y más viejo, arañándome la cara y los brazos con algunas varillas secas de los cipreses, conseguí salir a la acera de la avenida.

Acababa el verano. Hacía calor y bastante ruido de coches en la calle. La circulación, intensa en ambos sentidos, estaba separada por un parterre de matorrales y una larga fila de árboles de sombra que no aliviaban del sol a nadie.

A mi derecha, sobre la acera, se encontraba el kiosco.

—¿Qué tal Alberto? Me alegro de verte. ¿Cómo te va? —me había soltado Miguel Ángel, vecino algo retirado, pero en la misma zona, y viejo compañero de clase.

Él llegaba desde atrás y había visto mi accidentada escapada del patio.

—Bien, bien. Aquí echando un ojo a la prensa.

—Como te digo en todas las convocatorias, que suerte tenemos de votar en el mismo lugar donde estudiamos ¿verdad?

En Jerusalén seguían matándose y acarreando cadáveres de un lugar a otro, con caras ensangrentadas y expresiones de dramática desesperación, repetidas una y otra vez sobre los montones del kiosco.

—Me has recordado, al verte salir por el pasadizo, todo descompuesto, a aquellos chavales que éramos entonces.

—Sí, a mí me ha pasado algo parecido. Con arañazos incluidos, para hacerlo más real.

—No sé por qué, por un motivo u otro, cada vez que vengo por aquí ocurre algo que me traslada a aquellos tiempos.

La portada de la revista Emprendedores decía: “Haz tu propio destino, aprende a hablar en público”.

Yo había aprendido a hablar en público y superado mi timidez, o quizás no había llegado a tanto.

—Buenos días. Usted debe ser el conferenciante de estas jornadas. Soy Julián Recasens, gerente de Grupo Melkia. ¿A qué hora paramos para comer?

En realidad, lo único que mi memoria quería recordarme, con un punto de insobornable indiscreción, de aquellas “gloriosas” y últimas sesiones impartidas y asistidas con ordenador, era la presión de mí cortedad y la tensión por controlar a los ejecutivos para que no se llevasen las alfombrillas.


—Cuanto daría por volver a aquellos tiempos Alberto. ¿Elegimos bien? —sacó a conversación de pronto Miguel Ángel.

—¿A qué te refieres?

Sobre unas cajas de fruta, que el kiosquero había preparado, un periodista gráfico mostraba su trabajo, dedicado a conseguir la peor foto del presidente del gobierno.

Tras mi pregunta algo retórica, Miguel Ángel comenzó a repasar los hechos “claves” de siempre. Los grandes y accidentados debates en el salón de actos con la Joven Guardia Roja, los puños de hierro de Fuerza Nueva, las novias, los porros, los embarazos no deseados…

Pero, sobre todo, solía dedicar mi compañero una especial atención a un tema en particular, ante el que, viéndolo venir una vez más, me estaba intentado hacer el despistado.

—Te confieso que cada vez que nos vemos, Alberto, y como sabes podemos pasar años sin hacerlo, no hago más que pensar si elegimos bien.

—No te entiendo. Ahora mismo…

—Sí hombre, me refiero a esa serie de decisiones inconscientes, a esas influencias del ambiente, a favor o en contra, a esas circunstancias, que hacían que estuviera, de una forma u otra manera, la suerte echada.

—¿La suerte echada?

—Sí, si elegimos bien al postergar por ellas nuestros objetivos más personales y sinceros, hasta conseguir el trabajo, el piso, el coche…”Qué luego ya haríamos lo que quisiéramos” ¿recuerdas?

—No sé qué puede tener que ver una cosa con la otra. O elegimos o estaba la suerte echada.

—Pues claro que tiene que ver Alberto. Las dos cosas no habrían sido del todo incompatibles para lo que te quiero contar.

—¿No? Pues lo parecen.

—¿Es que no lo ves? Si estaban, más o menos, las cartas echadas, significaría que nos equivocamos menos. Y eso, no sé a ti, a mí me da cierto consuelo.

—Puede ser.

—¡Bah, no me hagas caso! Es este sitio, son estas elecciones otra vez.

El del puesto de periódicos otra vez estaba intentado ahorrarse darme la bolsa al entregarme el semanal. Yo sin dejar de escuchar a Miguel Ángel, le hice una leve pausa al pagar, que el kiosquero entendió.

Ya tenía donde meter el pan.

—Voy contigo a la confitería Alberto.

Debíamos apresurarnos para llegar antes de que nos cerraran el horno del barrio. Antes de marcharnos le eché un último vistazo a la foto del presidente.

Yo también había aprendido a mentir con fotos.

—Alberto, puedes indicarme como meter esta foto en el anuncio.

—Mira, José Luis. ¿José Luis te llamabas verdad? Es que soy muy malo para los nombres compuestos. Bueno, pues esta aplicación es un poco especial José Luis. No te acepta cualquier tamaño de imagen y tiene que tener también una calidad mínima. Así que, a ver si puedes buscar en internet alguna foto. En la página de vuestra empresa, por ejemplo. La bajas, y ya está.

—¡Uy! No, no. Yo no tengo ni idea de cómo se hace eso, allí en el “Chalet” no solemos tener tiempo para esto. Yo pensaba, que al final del seminario, quizás me pudieran servir estos mismos anuncios que estamos haciendo. Y es que, después el jefe no nos deja ni un minuto para seguir practicando y como comprenderás en casa… ni pensarlo.

—Bueno, José Luís, hacemos una cosa. Yo te paso una de las mías y tú ya la cambias cuando puedas. Lo importante es ahora, que aprendas a construir el anuncio.

—Bueno, pero… ¿puede valer entonces lo que hagamos aquí, Alberto?

—Sí, José Luis.

—Gracias. Oye ¿tienes fotos de locales de alterne?


He conseguido salir sin tropezar, de entre las publicaciones del kiosquero, que poco a poco va invadiendo la acera, y todo sin dejar al tiempo de prestar atención a Miguel Ángel.

Hemos llegado justo cuando la chica del horno empezaba a bajar la persiana de hierro. Me ha sonreído condescendiente y relajada. Le he tenido que prometer que no lo volveré a hacer más.

—No es mal programa para la próxima legislatura —ha bromeado mi amigo.

—No es mala idea, no.

—Bueno, quizás nos veamos en las próximas elecciones. Yo suelo bajar después de desayunar y últimamente me suelo pasar más por aquí.

Maricarmen y yo nos mudamos la semana que viene definitivamente a un pueblo con playa. Al jubilarnos, ya podemos vivir donde queramos. No le he dicho nada a Miguel Ángel.

—La próxima vez, pasamos los dos por el agujero ¿Ok? —me ha preguntado.

—Claro que sí. Pero si no nos viéramos…, entre tanto, cuida del pasadizo.

—Vale, pero entonces… ¿Crees que elegimos bien?

Me he visto reflejado, sonriéndole a mi amigo en el hueco del cristal, en la pequeña esquina que dejaba la publicidad de pan recién hecho. Con la misma expresión resignada y amable que nos había regalado la dependiente al levantarnos de nuevo la persiana.

Le he dicho que sí, que habíamos elegido bien. Y al instante me he prometido que no lo volvería a hacer más.

ALBAHIEL




-Bases y relatos recibidos-

Sello