MUIN,
de Pantera Negra
«El derecho de los niños a jugar,a ser felices, a soñar.
El derecho a dormir tranquilos por la noche,
a recibir una educación,
a tener las mismas oportunidades
para desarrollar sus mentes y corazones».
Henry Darger, La historia de las siete chicas Vivian.
***El encargo estaba a cargo de Lir, el rey de la Colina del Campo Blanco, en la vieja Irlanda. Se trataba de localizar a Fingula, su hija. Era una misión que me tenía en jaque y que no había podido resolver a su debido tiempo. ¿Mi nombre? Se me conoce como Alice Nyn. Aparento ser una niña de 14 años, pero creedme si os digo que he vivido muchos más.
Había estado en esta ciudad, en la feria de 1906, cuando buscaba al conejo blanco. Regresé en agosto de 1936 para intentar resolver un caso que, debido a la guerra, quedó sin solución. Ahora, volvía una vez más, dispuesta a intentarlo de nuevo. Fingula había vuelto a dar señales de vida. Pertenezco a una raza muy antigua y me dedico a rescatar a quienes, por alguna razón, se desvían de su destino. Mi especialidad son los cuentos: recibo encargos y localizo a quienes desertan de su propia historia. De alguna manera, nos dedicamos a restaurar el mundo. Nos llaman «Las Chicas Vivian», o al menos así nos bautizó el comandante Henry Darger.
La última pista me había llevado a una calle estrecha y muy larga. Un capitán republicano fue quien dio la voz de alarma. Este apenas tenía 20 años y era guapo como ninguno. Se encontraba en una especie de zulo que le había proporcionado la gente del barrio, oculto de las fuerzas que habían tomado la ciudad. Le llamaban Mollita, y confieso que me despedí de él con un beso en la mejilla. ¿Qué pensabais? ¿Que me propasaría? ¡Por favor! Soy una niña de catorce años. Aunque, por otro lado, cada vez que acepto una misión, termino enamorándome. Estoy en la edad. Eso sí, con el beso que le di al capitán, me aseguré de que no caería bajo las balas del enemigo.
Ahora, con el paso de los años, apenas reconozco la calle. Todo parece dormido, como si nadie habitara tras las puertas de las casas. Ya no juegan los niños y esos ridículos vehículos impiden que alguien pueda pasear. La gente se oculta; aquella guerra no debió terminar bien. Aquí habita el miedo; antes no era así. Lo aseguro.
El bar se llamaba «La Bolera», y en su interior había un gran patio con un árbol que hablaba hasta por las ramas. Debo advertir que a las Chicas Vivian nos está permitido parlamentar con los árboles. El dueño se llamaba Isidro, y su atenta esposa, Rosarito. Los recuerdo muy bien porque les ofrecí el don del buen morir. Fueron muy amables conmigo e incluso me ofrecieron un vaso de agua fresca del pozo.
Recorro la calle de arriba abajo, pero nada me resulta familiar. El bar ya no existe, y el sol pega con fuerza. Debo caminar por el centro de la calzada; no puedo arriesgarme. De mi hombro cuelga mi bolso de crochet, un legado de mi abuela, la mejor guerrera Vivian que he conocido. Ella sí que sabía jugar. En su interior solo guardo un juego de naipes.
Observo, en la acera de enfrente, una puerta entreabierta. Ahora sí que estoy segura de que me observan. «Segundas partes nunca fueron buenas», me digo a mí misma. Debería haber cedido la misión a otra chica. Noto cómo los visillos se agitan tras las ventanas. El enemigo ya está aquí. Me concentro: la sombra es para los gorros rojos y la luz para los gorros amarillos.
La calle es demasiado larga. Estoy en un aprieto. No conseguiré salir viva de ella. De repente, percibo la vieja carbonería: «¿Qué diablos?». Un carrito lleno de flores, entremezcladas con valerianas y lavandas, es la señal. Sin pensarlo, me adentro en su interior. No puedo evitar sorprenderme: la carbonería alberga un escenario. Tomo asiento entre la gente y me posiciono. Los gorros rojos llegan tras de mí. Un señor afable, e instruido, presenta a una chica de piel muy clara y ojos tristes. Ahora hacen presencia los gorros negros, que intentan saborear a la chica con sus dilatadas lenguas. Nadie puede verlos. Al igual que el resto de mis perseguidores, son invisibles. He llegado justo a tiempo; ya llegan los comodines y toman asiento en la última fila. Esta vez son mujeres. Sacan sus abanicos y aceleran el aire de la estancia, lucen trajes de volantes negros, como en aquella feria de 1906. Ahora sí que estamos todos. La batalla da comienzo.
La chica eleva una voz melancólica y hermosa. Las paredes ennegrecidas y las telarañas se llenan con el aire de la vieja Irlanda; el marco no podría ser más adecuado. La gente aplaude a rabiar, y la chica parece esculpida en porcelana. Me sitúo y hago memoria: la muchacha se convirtió en cisne y vagó durante mucho tiempo hasta perderse de vista. Sus tres hermanos fueron devorados por los gorros amarillos. Solo quedaba ella, Fingula.
La temperatura de la sala aumenta; los comodines no cesan de agitar sus abanicos, y sus ojos se mueven de un lado a otro como manecillas de un reloj. La gente comienza a sudar, sin entender qué está sucediendo. Un señor detrás de la barra no deja de vender botellines de cerveza. El carbón empieza a calentarse, a pesar de la dulce voz de Fingula que intenta enfriar el aire. «O actúo pronto o esto se convertirá en un infierno».
De repente, aparece una chica que no entraba en los planes y podría arruinarlo todo. Emocionada, saca un violín del estuche y se prepara para acompañar a nuestra protagonista. Lleva un traje enterizo con una falda demasiado corta. Podría ser una chica Vivian, pero no puedo arriesgarme. Saco mi baraja de naipes y, poniéndome en pie, grito desesperada:
—Fingula, mírame. Te toca. —Lanzo el caballero de corazones y extiendo el resto de la baraja sobre la pequeña mesa. —Juega —insisto.
La chica del violín no sabe qué está sucediendo; el tiempo se suspende. El calor es insoportable. El presentador se seca el sudor de la frente con un pañuelo blanco. La nostalgia inunda cada rincón de la vieja carbonería. Los sombreros rojos y negros se levantan, dispuestos a lanzarse sobre la chica. La tensión aumenta.
—¡Juegaaaa! —grito tan alto como puedo y aguanto los últimos segundos frente a ella antes de salir corriendo de allí.
En ese instante, las campanas de San Gil comienzan a repicar. Una pequeña nube se posiciona sobre la calle Parras. Fingula reacciona a tiempo y me lanza el as de trébol. El mundo se detiene y la chica comienza a tocar el violín, pero ya no tiene quien le acompañe. Un cisne de plumaje blanco ocupa ahora el lugar de la cantante. El enemigo ha suspendido el ataque y los comodines dejan de agitar sus abanicos. La pequeña nube desciende y decenas de gansos penetran volando en la carbonería. Quieren oír la voz de Fingula antes de partir hacia la Colina del Campo Blanco, junto a su padre.
Pantera Negra
-Bases y relatos recibidos-
