NO LO SÉ, DE ESTA NOCHE, SUPONGO,
de Finidi George
Entonces y durante unas semanas estuvo de moda aparecer a ciertas horas por una famosa cadena de supermercados portando una fruta exótica con la que a deambular por los pasillos para hacer notar tu disponibilidad amorosa. Lo último era pasearte con una piña dada la vuelta entre la sección de vinos baratos para que el resto del pueblo midiera tu nivel de desinhibición y, con un poco de suerte, alguien te chocara el carro indicando que eras su media papaya. Mi hermano dejó el coche aparcado en doble fila cerca de la puerta del supermercado y, haciéndome un guiño, me dijo que cogiera sólo lo necesario. No te entretengas con las piñas, culminó con una sonrisilla mientras yo le devolvía el guiño y me cogía las pelotas. Desde que se puso de moda ligar en grandes superficies, el fenómeno había sufrido a mis espaldas grandes transformaciones y ahora existía un catálogo de frutas y verduras disponibles según tu orientación o filias sexuales. Así, la piña había quedado relegada a una fruta para heterosexuales aburridos que únicamente buscaban una aventura que acabase con la postura del misionero en un piso de VPO. El abanico era amplio: el calabacín lo habían acaparado la no menos aburrida comunidad homosexual, portar una coliflor era síntoma de que estabas abierto a tríos, aunque en esta variante hortícola era necesario aparecer en compañía de una pareja, si te veían con la coliflor yendo solo, nada más que podía hacer notar tu desesperación por cumplir una fantasía adolescente o que habías empezado una dieta de choque. El catálogo se perdía en una multitud de variantes de las que sólo más tarde supe de su existencia, cuando una mañana, Susana Grisso, cansada de hacer el programa matinal a base de asesinatos cada vez menos truculentos y de llevar a especialistas que podían perorar durante cuarenta y cinco minutos acerca de los inconvenientes de tener a un elefante como mascota en una gran ciudad, dedicó una mañana a hablar de este tipo de asuntos amoroso-frutícolas. Pero eso fue semanas más tarde, aquella en la que me encontraba, jamás se me habría pasado por la cabeza que caminar con unos tomatitos cherry buscando un pack de cervezas de importación, era como llevar un luminoso que rezaba “te lo hago aquí mismo, en el baño. Sólo señores mayores de sesenta que ronden los cien kilos”. Cuando me vi rodeado por medio equipo de rugby de la promoción del setenta pasándose los dedos por los labios y mirándome como a una magdalena recién sacada del horno, aun no sabiendo de qué iba la cosa, mi sentido cis hetero se activó y salí de allí como un perro que presiente un terremoto. Me metí en el coche con las manos vacías y le dije a mi hermano larguémonos de aquí, ya, joder.
Hacía más de veinticinco años que no me encontraba con mi hermano a solas, ir en coche aunque sólo fuera hasta un pueblo a menos de dos horas de casa a ver a las primas con la excusa de un festival de blues, era, pasados mis cuarenta, un planazo. Cervezas, música y gente conocida, no era mucho pedir, era lo más cercano a la felicidad, joder, era la felicidad en estado puro, y lo era porque podía cumplirse, un plan sencillo llevado a cabo, lejos de sueños.
Ya me contarás qué ha pasado con mis tomatitos - dijo mi hermano cuando habíamos alcanzado la autopista -. No lo sé, pero tenía que salir de allí y hacerlo rápido ha sido algo muy extraño - respondí -. Está bien, pero me debes una - dijo -. Eran sólo unos tomates - respondí -. Eran mis tomates y tenía antojo - sentenció apartando los ojos de la carretera para mirarme por dos segundos -. Saqué un libro de relatos de la mochila y comencé a leer. ¿Ya no lees poesía? - me preguntó-. Lo cierto es que cada vez me aburre más la poesía, no sé cómo explicarlo, es como si se hubiese volado el encanto - le respondí -. No hace falta que me lo expliques, - divagó en voz alta el hijo de mi madre - ahora puedes entendernos al resto, la poesía es un coñazo, una vez fui con papá a uno de tus recitales y tuvimos que ir a por cervezas a un bar cercano porque creíamos que íbamos a desmayarnos de aburrimiento, te queremos y fuimos por ti, pero créeme que es el espectáculo más decadente que he podido ver, tú no lo hacías tan mal, pero el resto… por Dios Santo, ¿qué le ocurre a tus amigos? Quiero decir ¿por qué no se matan de verdad y dejan de dar la tabarra? A papá le hubiese gustado saber que has dejado ese mundo -. Pero yo no he dejado nada, sólo he comenzado a leer otras cosas - intenté defenderme -. Es una alegría que te hayas alejado de esa panda de pirados - terminó diciendo mientras clavaba la vista en un cartel de carretera - ahí se desayuna bien, ¿te apetece un café? Claro -respondí-.
Era una venta de carretera que parecía anclada en los ochenta, las personas de allí estaban cercanas a la jubilación o a la muerte y el lugar en sí próximo a su desaparición con todos ellos. Nos sentamos cerca de una ventana abierta a esperar ser atendidos. Mi hermano pareció seguir donde lo había dejado antes: te he dicho esas cosas ahora que me has dicho que no lees poesía, la verdad es que en casa no veíamos la hora, es una gran alegría, a la primera de esta noche invita el menda - y continuaba - ¿sabes qué estoy leyendo yo ahora? Novelas basadas en casos de crímenes reales, true crime, te sorprendería saber cuánta gente normal es capaz de hacer bestialidades. En realidad todo lo que nos rodea y hemos alcanzado con el tiempo es una farsa, no somos más que animales enjaulados, domesticados, en cuanto nos dan una oportunidad allá que vamos con el cuchillo en la mano. Hay más verdad en un asesino que en un administrativo - terminó de decir blandiendo el de untar mermelada -. Vaya, - le respondí - eso último ha sido bastante bueno, a ver si el poeta de la familia no era yo como pensabais todos, jaja. Mi hermano también se rio y terminó sentenciando: true crime, bro, eso es bueno, por fin has dejado esas mierdas.
Mientras esperábamos entró un tipo con ropa de faena pidiendo ayuda, la furgoneta lo había dejado tirado cerca de allí y necesitaba unos cuantos de brazos para darle un empujón y llegar hasta su casa. Como aún no nos habían atendido e íbamos con tiempo, mi hermano me miró diciendo: vamos, arriba ese culo, poeta. Fuimos los únicos que acudimos a la llamada del hombre en apuros, pero pensamos que sería suficiente. La furgoneta era casi una reliquia, parecía sacada de una película de apocalipsis zombie, máxime cuando pude comprobar que estaba atestada de piernas, brazos, cabezas y troncos de maniquíes desmontados. Cuando aquella cafetera consiguió arrancar, el hombre sacó medio cuerpo por la ventanilla para darnos las gracias y gritarnos que vivía cerca de la siguiente salida y que estaría encantado de invitarnos a un par de cervezas por los servicios prestados. Con el brazo aún en alto, mi hermano siguió al vehículo hasta que se perdió detrás de la primera curva. Qué hijo de puta – lo escuché mascullar - puto asesino - siguió diciendo como para sí mismo -. ¿Qué estás diciendo? - le pregunté- . Aquí, el hijo de mi madre se metió a fondo en una de las teorías criminalísticas más importantes: ¿sabes que la mejor forma de pasar desapercibido es esconderte a la vista de todos? A la mayoría de asesinos se les pilla por la torpeza de querer ocultarse, lo mejor es ir a la vista, esconderse en la normalidad, y ese malnacido tiene cadáveres en esa furgoneta, he podido ver un pie sospechosamente humano entre tanto plástico y, seguramente guarde más en su casa. Nos ha invitado sabiendo de sobra que nunca iríamos a cobrarnos esas cervezas y así pasar totalmente desapercibido, pero hoy ha pinchado en hueso, ha dado con los Hermanos Crime y vamos a ir a esa casa - terminó de decir sin dejar de mirar hacia donde la furgoneta había desaparecido -. Bien, hermano, - dije - hoy es el día en el que pasas a estar oficialmente como las putas maracas de Machín. Coge tu mochila y vete para el coche, te espero allí - respondió en un estado de hipnosis -.
Después de serpentear un rato entre las dehesas, mi hermano giró a la derecha y se metió por un camino, había cochinos a ambas partes y encinas por todo el llano, la senda terminaba estrechándose y acababa en una verja. Dejamos el coche allí y seguimos a pie. A pocos metros estaba la furgoneta hasta arriba de maniquíes, mi hermano me hizo ocultarme junto a él detrás de un tronco y me pidió silencio, entonces sacó el móvil, lo puso en grabadora y comenzó a susurrarle: “12.00 am el asesino parece vivir en una especie de choza en la naturaleza, el paisaje recuerda a Carcosa, pero en la sierra norte. No se descarta canibalismo por los indicios hallados” ¿se puede saber qué mierdas dices? - pregunté en un susurro exaltado -. Hay que anotarlo todo, -pasó a explicarme el tarumba - según Mcgillins & Mcgillins en el primer capítulo del famoso manual: Su vecino, su amigo, usted mismo: principales sospechosos, en las primeras observaciones es donde se encuentra el 90% de todo el meollo. Joder - alcancé a decir mientras escuchaba cómo un arma se cargaba a nuestras espaldas -. ¿Qué hacéis, muchachos - escuchamos al señor de la furgoneta al tiempo que bajaba los cañones -. Veníamos a por esas cervezas - dijo astutamente Sherlock Holmes mientras me guiñaba- Sois vosotros, joder qué susto, no sabéis la de majaretas y ladrones de cochinos que hay por esta zona. Pasad a la casa - dijo amigablemente -.
El caníbal terminó siendo un viudo jubilado que aliviaba algo su pobre pensión echándole una mano a su cuñado, dueño de Pamela´s, una tienda de moda en un pueblo cercano. Esa mañana había ido hasta la capital a por un cargamento de muñecas gordas (así llamó a los maniquíes de talla especial) a saldo de una tienda en liquidación. Lo más gracioso es que mi hermano y el jubilado coincidían en su afición por los manuales de detectives y las novelas true crime. El día se pasó entre cervezas, asesinos en serie y risas. Mi hermano terminó por confesarle qué hacíamos allí cuando nos encontró y, para mi sorpresa, aquel señor acabó felicitándole por pensar que él podría ser sospechoso y por seguirlo hasta allí. Yo esperaba de un momento a otro que apareciera alguien de Canal Sur con un ramo de flores para indicarme que todo aquel disparate había llegado a su fin. Ya entrada la noche, el señor nos acompañó hasta la salida y se despidió diciéndole a mi hermano: “ y recuerda, nunca se sabe”. Yo terminé de conducir durante el trecho que nos quedaba hasta el pueblo, fresco como una rosa, mientras mi hermano, el angelito, se dormía soñando ser el Martín Hart de la sierra norte.
Cuando llegamos al pueblo, los conciertos ya habían empezado y la mayoría de la gente estaba bien mamada, a mi hermano no le fue complicado meterse en el ambiente. Me decía cosas como: “no seas muermo”, al tiempo que llenaba mis manos de cervezas y me presentaba a chicas diciéndoles que por fin había dejado la poesía, ahora escribe relatos, ahora es un escritor de verdad -gritaba-. Una de las chicas, igual de desubicada que yo en aquel entorno, se acercó y me dijo: así que ya no eres poeta y ¿se puede saber qué escribes ahora?. No lo sé, me gustaría escribir algún cuento - respondí casi pidiendo disculpas -. ¿Un cuento sobre qué? - preguntó -. No lo sé, - le dije al oído intentando imponerme por encima de la música -. De esta noche, supongo.
Finidi George
-Bases y relatos recibidos-
