Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


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PARAÍSO TERRENAL,
de Sirena de luz

Esta semana hice un viaje en tren: Cádiz-Sevilla. Se sentó junto a mí un señor de aire afable y ojos sonrientes. Entablamos una conversación de típicos tópicos: lo lleno que iba el tren; que con tantos descuentos para jóvenes, abonos de cercanía, de media distancia, no había forma de conseguir billetes… No sé en qué momento, ni a cuento de qué, él pronunció una frase rotunda, sin lugar a interpretaciones posibles: que no había valores y que era necesario un cambio profundo. Que ellos ya lo sabían hacía tiempo; que ellos ya conocían las señales, y que ellos ya estaban preparados. Yo, de moreno caletero, con un cansancio grato y feliz producto de mi deambular por Cádiz, casi me atraganto con el caramelo de regaliz que llevaba en la boca. Para mis adentros me pregunté, quiénes serían ellos. Respiré hondo y continué escuchando con curiosidad. Empezó a hablarme del verdadero paraíso y de que era una lástima haberlo perdido. Yo pensaba que desde luego era una pena haber tenido que venirme de Cádiz, el mejor paraíso posible con el que yo soñaba para mi presente y futuro. Tecleó en la pantalla de su móvil un número que le remitió a un texto de la Biblia y, ni corto ni perezoso, me lo puso delante de mis ojos. Era, por supuesto, de la dichosa manzana que Eva comió y de las consecuencias que para la humanidad supuso. Me vino a la mente un verso que había leído sobre qué tipo de paraíso era aquel en el que no te podías comer una p. manzana. Mientras él hablaba, yo me imaginaba desnuda en el paraíso de la Caleta comiendo manzanas como una loca. Seguidamente eligió otro número y me entremetió un texto referente a que Jesús salvaría a la humanidad. Le dije que conocía la historia del tal Jesús. Como al hombre se le veía tan agradable, tan luminoso y me dedicaba esas miradas de bondad infinita, decidí seguirle la corriente. A fin de cuentas yo estaba plena de azules y verdes caleteros, y relajada de los aires marinos. No me costaba nada dejar que aquel tipo intentara captar un nuevo acólito.

El tren avanzaba a buen ritmo. El paisaje se deslizaba ante mis ojos -porque los suyos no paraban de buscar textos religiosos-. Una velocidad amable propiciaba llenar el alma de girasoles, de trigos recogidos, de lomas suaves verdigrises. En ese espacio de tiempo un chico habló por el móvil y empleó algún que otro término, digamos que faltón. A la velocidad del rayo busco un texto sobre la resurrección de Lázaro; otro sobre Caín y Abel y, a continuación, uno sobre Sodoma y Gomorra. Según él, un nuevo reino se acercaba para terminar con tanto vicio y vida desenfrenada. Yo intentaba meter algún comentario, pero el tipo era un crac buscando en el móvil. Tenía la biblia en todos los idiomas inimaginables, y me insistía en que no me preocupara, que pronto vendría un mundo mejor. Para mí, un mundo mejor sería tener un piso en Cádiz y más vacaciones. Se ve que yo me conformaba con poco comparado con la inmensidad de su macroproyecto eterno. Le argumenté que la historia era cíclica y que seguramente tras los periodos más oscuros vendrían otros más esperanzadores. Pero él, texto al canto, me habló sobre la inmoralidad en la educación y otra vez Caín y Abel, se ve que tenía debilidad por esa historia. Tímidamente le comenté que conocía todos los textos que me estaba enseñando. Que había sido educada en colegio de monjas, y que en aquella época estuve en el coro de la iglesia, participé en el Belén viviente, y que, incluso, estaba confirmada. No le dije que el día de mi primera comunión mi primo no tuvo mejor idea que enseñarnos la pichina, y que yo estuve tres meses sin dormir temiendo las penas del infierno. Nunca se lo confesé a mi madre, ni al cura, y poco a poco me pudo más el cansancio que el miedo a las dichosas llamas. Pensé que era mejor callar este dato a mi compañero de tren porque se hubiera vuelto loco buscándome textos de tipos de pecados y de posibles redenciones. Bastante tuve yo ocho años con las monjas donde todo lo que estaba bajo las bragas era pecaminoso, y por supuesto por equiparación lo que tapaban los calzoncillos. Ese recuerdo me hizo sonreír. Él quiso interpretar que añoraba mi tiempo de dedicación religiosa. Percatada yo de su intención le comuniqué que era atea. Ahí lo maté. Su pantalla de móvil repleta de números y colores, pareció no responder. Aun así, como buen captador de fieles, en pocos segundos se repuso y volvió a la carga. De reojo vi que ponía algo del hebreo y el arameo y le comenté que tenía un amigo que había estudiado arameo para leer la biblia en su idioma primigenio. Ahí ya se quedó noqueado. Con disimulo me miró de arriba abajo y en sus ojos se adivinaba la pregunta: quién cojones, perdón, quién sermones será esta tía. Le hablé de la importancia de las buenas traducciones. Y ya cambiaron las tornas. Le pregunté por temas más personales como la cuestión de la transfusión de sangre o la condena a la diversidad sexual. Como buen captador volvió a su cuadrícula y eligió textos que avalaran esos preceptos a seguir. Yo, para suavizar, le dije que me agradaba hablar con él y que le escuchaba con respeto aunque no estuviera de acuerdo. También le comenté que sería interesante que las religiones se fueran adaptando a los tiempos. De pronto sacudió el móvil y empezó a protestar por la falta de cobertura. En sus ojos ya no había amabilidad. Me presenté, le dije que me había gustado hablar con él, y sentí en mis ojos la ira de Dios ante Adán y Eva, y todas las miradas inquisidoras que guarda el preciado texto bíblico. Se levantó conteniendo su ira. La acólita le había salido rana.

Para mis adentros pensé que yo me quedo con mis pequeños paraísos terrenales mientras llega ese tan anunciado paraíso aburrido y lleno de restricciones que “ellos” prometen. Y pido, a pesar de ser atea, un pequeño milagro: que sigan los abonos de tren para ir a mi Caleta.

Sirena de luz




-Bases y relatos recibidos-

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