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LA REENCARNACIÓN,
de El Sevillano

Resulta que, una tarde, estando por tierras catalanas desempeñando unas funciones de mi trabajo, me tomé la licencia de unas horas de asueto en mi compromiso laboral. De tal suerte que, estando sentado en una cafetería de la Plaza Mayor de un pueblo (cuyo nombre no me viene a la memoria), e ingiriendo una infusión, presencié un hecho que, por no emplear otro adjetivo o verbo, diré que me sobresaltó. Eso sí, quiero ser lícito y hacer constar que, en el transcurrir de los años, no sea del todo cierto y me haya acomodado bastante a la imaginación. Sucedió, pues, que, en el devenir del momento, y hallándome, contemplando los magníficos edificios que quedaban a la vista, me encontré a la derecha con el Consistorio, un antiguo palacio modernista que aún se conserva en perfecto estado; y la estafeta de Correos, de reciente construcción. A la izquierda estaba la Iglesia, de estilo barroco, a quien los vecinos del lugar llamaban «La Catedral», por su majestuosidad y boato interior. De por medio, una bonita fuente, circundada por unos parterres como si fueran unos escudos protectores. Por demás, varios bancos de hierro repujados, también contribuía a embellecer todo el contorno. Pero en verdad, lo que me llamó la atención fueron las casas de estilo colonial, que se hallaban ubicadas al otro lado de la plaza, frente a la cafetería.

Ensimismado en la contemplación, no advertí que un señor con una cría, se habían sentados alrededor de una mesa junto a la mía. De inmediato, los dos adultos nos enfrascamos en admirar y comentar la belleza que poseía la finca. El inmueble era de dos pisos, en la fachada frontal había un mirador con cristales cuarteados y biselados por donde resbalaba el agua de la lluvia hasta aterrizar en los adoquines de la calle. Los balcones laterales, tenía unas contraventanas de madera, cada uno con una barandilla labrada con animales y flores.

—Pues figúrese usted —expresó el señor con toda familiaridad—, que mi niña, esta emperrada en decir que conoce esa casa, y, como yo le dijo: «vamos a ver, hija mía, eso no es posible, nosotros es la primera vez que venimos a este pueblo». Y ella nada, sigue insistiendo en que ha residido en esa vivienda. Dice que se acuerda de su habitación, y la de su abuela.

—En tal caso, solo hay un medio para salir de dudas, ir a verla —le contesté.

—Y eso vamos a hacer ahora mismo. ¿Usted quiere acompañarnos?

Se levantó del asiento, cogió de la mano a la pequeña y cruzaron la calle en dirección al portal. Yo pagué mi consumición y me fui tras ellos. Cuando llegué al portalón, el hombre golpeaba con la aldaba la gruesa puerta que tardó unos minutos en abrirse.

En tanto esperaban que, desde dentro le franquearan la entrada, la chiquilla exclamó: ¡Mira papá, en ese cuarto dormía yo con mi hermana, hasta que se marchó! —dijo, indicando el situado a la derecha.

—Si tú eres hija única —respondió su progenitor.

—Rosalía fue mi hermana mayor, y hasta que me fui a dormir con la “tata”, mi mamá puso una muñeca muy grande en su cama para que yo pudiera jugar. Enfrente de nuestra habitación dormía la abuela. Aquel balcón —precisó señalando el de la izquierda—, era el cuarto de mis papás.

—¿Y la del centro? —preguntó el padre.

—¡Ah!, ese era para comer.

—¿Y cómo era?

—Enorme. En el fondo, junto al mirador, había una mesita donde se ponía el teléfono, y encima, en un estante, se encontraba el aparato en la que la “yaya” escuchaba la novela sentada en su mecedora. En el centro, se hallaba la mesa del comedor. Todos comíamos juntos, menos la “tata”, que lo hacía en la cocina de arriba. Yo siempre quería llegar la primera para sentarme al lado de mi mamá. En la pared, un reloj que daba las campanadas y fue del bisabuelo; y en el otro lado, había colgada una fotografía grande de la familia. Mi papá decía que, entonces, estábamos todos. La abuela, se enfadada mucho con él, porque no le gustaba que nadie se sentara en su mecedora, decía que ese sitio era suyo. A nosotras, a mi hermana y a mí, nos reñía porque nos gustaba jugar en el salón, y se quejaba de no dejarle oír la radio.

—Mamá decía que era gruñona, pero muy buena.


Cuando nos abrieron, y apareció la mujer, una señora de mediana edad, rubia y muy guapa, el padre de la niña le habló del problema surgido con su retoño. La buena disposición de la propietaria se puso de manifiesto sin mostrar ningún incomodo. La dama se ofreció a enseñarnos todo y a responder a nuestras preguntas. Empezó diciendo que esa vivienda había sido de su familia desde que se construyó.

—¡Ah!, muy bien —dije yo—. Es preciosa.

—Gracias —respondió la dueña—. Un antepasado de mi padre la edificó cuando regresó de América, como otros, con una fortuna. Aunque de eso hace ya siglos. En fin, desde entonces no se ha tocado prácticamente nada.

—Disculpe señora —se anticipó el padre de la niña—. Es que mi chiquilla, aquí presente, está obsesionada diciendo que conoce esta casa y que ha vivido en ella. Ya sé que es absurdo lo que dice, pero, si no tiene inconveniente, me gustaría que se convenciera por sí misma.

—Por supuesto que puede verla, aun así, me anticipo a comentarle que es imposible. Esta posesión y otra que está por detrás de la Iglesia, han pertenecido a mi familia desde que se construyó. Pero… pasen, pasen.

—Perdone, ¿cómo se llama usted? Mi nombre es Manolo y este señor, Arturo.

—Rosalía —contestó la dueña de la casa.

—Vaya coincidencia. A mi hija le pusimos en la pila de bautismo Susana, y dice que tuvo una hermana mayor que respondía al mismo nombre que el de usted, pero que subió al cielo cuando aún ella vivía aquí —al oír la señora la última frase del hombre, entreabrió los labios para regalarle una sonrisa, pero, al mirar a la pequeña, frunció el ceño sorprendida del gran parecido que tenía con su hermana muerta, guardó silencio unos segundos, se quitó con un dedo de la mano zurda la gota que amenazaba con salírsele de la órbita ocular hacia su carrillo izquierdo, se secó con el dorso de la misma extremidad un surco que comenzaban a formarse en sus sonrosadas mejillas, pestañeó para ahuyentar los sollozos, y dijo:

—Yo tampoco fui hija única, mis padres tuvieron otro bebé tres años más joven que yo, fue llamada como su chica, pero por desgracia falleció a una temprana edad —asaltada por la consternación, calló, recompuso su entereza y siguió—, probablemente con los años que tiene ahora su cría, y nunca supimos, en realidad, el motivo. Enfermó de unas fiebres extrañas y no pudimos hacer nada por salvarla. Era una niña muy dulce y todos la queríamos mucho. Para nosotros siempre fue la princesa de la casa —la tristeza apareció en sus preciosos ojos azules, anegándolo nuevamente, y ya al borde del llanto, tragó saliva para allanar su pena y continuó—. De eso hace tanto tiempo…

—Lo siento —repuso el padre. Y reanudando su conversación, prosiguió—. No deja de ser una casualidad.

—Sí que lo es —confirmó ella más serena—, vaya si lo es.

—Pasen por ahí, les voy a enseñar primero la planta baja. En verdad, se reduce a dos habitaciones que mi madre reservaba para algún invitado que viniera de afuera, y un aseo; al fondo está el cuarto de la plancha, la cocina principal, y los dormitorios de las criadas. La “yaya” siempre estuvo con nosotros y ya era de la familia, tenía un dormitorio aparte que daba al patio y a un reducido jardín con muchas flores, ese era el lugar favorito de la abuela cuando no escuchaba la radio.

—Ahora vengan por aquí, les mostraré el piso de arriba. —Al fondo del corredor donde se hallaba la escalera que conducía a la primera planta, la niña vio bajo los peldaños una puerta estrecha en lo que parecía ser un trastero. Al darse cuenta, se paró un instante, y recordó.

—Ahí guardábamos la bicicleta, y nos escondíamos para que la abuela no nos regañara. Pero entonces no había puerta.

La señora se anticipó a contestar antes que el padre dijera nada.

—Sí, hace algunos años hicimos un cuartillo para meter los trastos.

Subieron, y continuaron por un pasillo hasta el fondo.

—Ese era el dormitorio de mi hermana y mío —dijo Susana—. Pero al irse Rosalía, yo no quise dormir más en esa estancia —continuó—. Se lo dije a mi madre, y me respondió que me fuera a dormir al cuarto de la “tata”.

Siguiendo la conversación, la dueña de la casa comentó: yo era mayor que mi hermana, y en los juegos siempre me consideraba su mamá. Su muerte fue una consternación para todos, y a mí me costó bastante superarlo, nos queríamos mucho y estábamos muy unidas. Aún prosigue en la que fuera su cama la muñeca que le gustaba tanto.

Llegamos a la que la visitante creía su alcoba, y entramos. La niña, llena de alborozo al ver la moña, se fue hacia ella y la cogió en brazos, luego, sosteniéndola expresó: «En esa cama dormía yo. Mira todavía está aquí la muñeca» —refirió, indicando a la que estaba más cercana al balcón.

—La verdad es que en ese lecho me quedaba yo. Y mi pobre hermana Susana se acostaba en éste —aludiendo al tálamo más próximo a ella.

—Ves, papá. Esta era mi niña —la achuchó con fuerza, y continuó hablando—, y ahí está la mesita de noche y el ropero.

Fueron al aposento que había sido de la abuela e, igualmente, todo estaba intacto, no se había modificado nada. Después a la de los padres, y tampoco sufrió alteración alguna. Al final, fueron al comedor, y allí estaba el teléfono en su mesita, y por encima de ésta, la radio seguía colocada en su estante, aunque ya no funcionaba como antes, el reloj de pared, y, el cuadro.

—¡Lo ves, papá!, esa soy yo —exclamó Susana, indicando con su dedo índice de la mano diestra.

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