EL SASTRE DE LA CALLE ANCHA,
de LIRÁN
El sastre del barrio me hace esperar.
Su taller en la corrala está bajo el nivel de la calle. Es una calle ancha. Entre tanto yo, aún niño, juego en una espera dulce, ciega, a imaginar el resto del cuerpo de los pies de los que pasan por la calle, a través del pequeño ventanuco del taller. Por él entra toda la claridad que llega a la pequeña habitación sótano.
Aguardo ensimismado por esas sombras, a veces indescifrables, y por los ruidos de las tiendas, los kioscos, la gente que grita fuera.
Hasta a que aparecen sus ojos, los del sastre, como dos cuerpos celestes que vuelan en silencio. Dos soles negros son sus pupilas, arrasando cuanta esperanza les mira a través de sus gafas de cristales sucios de bar.
Quien no supiera su oficio, bien pudiera pensar que se trata de un viejo maestro de corral de vecinos. Uno de aquellos anarquistas de primeros del siglo pasado, que se dedicaban a enseñar a los niños y también a algunos mayores cuando querían aprender a leer.
Con su andar negro, triste, y su voz dotada como de una musicalidad de órgano, que parece jugar en la garganta antes de saltar al aire. Se diría que a veces, en lugar de contarte por donde va a hacer el corte de la capa, te está describiendo en el mapa de la camilla la ruta de un gran rey, o la conquista de algún lejano reino.
Pero no, no es ese su caso. Aquella carnicería entre hermanos que vivió de joven, borró a gris todos los mapas, convirtiéndolos en simples telas. Condenó a ser sastres a los maestros y transformó en tiza el filo de las espadas.
Todo pareciera que merece mejor lugar, mejor día, mejor suerte, que aquel cuartucho bajo el suelo a la entrada del corral.
Pero no, no es así, pues viene a la deriva su trazo de verde tiza sobre tela gruesa. Viene a la deriva, como un infortunado que hubiera escapado de ese gran naufragio en medio de la plaza del barrio que es Casa Castro. Es la tasca, toda de madera vieja y cristal, como un barco medio enterrado que hubiera encallado en el acantilado de adoquines de Llerena, que forma la plaza mayor de la iglesia.
Es como si su vida entera, una vida lejana y oscurecida por el tiempo, se hubiera perdido en algún lugar remoto. Como si el sastre antes de serlo, hubiera predicado como misionero en remotos paraísos y lejanos océanos, y allí durante algún tifón hubieran dado sus ilusiones y su fe con los huesos en el fondo del mar. Como si solo volviera de la tasca la cáscara de lo que él fuera algún día. De ese abismo de la plaza con olor intenso a brisa, no de mar sino de sangre de uva, tinta y peleona, en vaso de café grande y rosco gordo con queso, cuando hay dinero.
De allí, de Casa Castro, surgen como fantasmas, ya de noche, las sombras de otros silenciosos marineros de adoquines volviendo cada uno a su casa.
Luego, con suerte, unos gritos, y a acostarse pronto, porque no hay vida para más.
Hoy siento como si hubiera interpuesto, con mi encargo, en el regreso de una de esas caravanas de melancolía, como si todos, el sastre y su familia, se esforzaran en el taller, con sus últimos alientos de voluntad, por no atropellarme con su pena.
Pero no hay posible misericordia en el abandono, en las órbitas de esos planetas sin estrellas, sin dioses, que son sus ojos amarillentos.
Finalmente, el sastre termina de tomar las hechuras, y tiernamente me estrecha la mano.
Siento como atraviesa su fina sonrisa, como una puesta de sol, el firmamento sin afeitar de su rostro. Atardecer que hoy apenas tiene fuerzas para sentir, ni pensar, destilado en amarguras que lejanas y remotas a los dos nos aciertan.
LIRÁN
-Bases y relatos recibidos-
