UNO DE LOS NUESTROS,
de Teja de Papel
Nos parecía imposible terminar de olvidar aquellos días de instalaciones, sus glorias y sus miserias, entre las luces de discotecas y los recién estrenados clubs de topless en España.
La calma se nos había echado encima. Porque, en cierta forma, con los encargos ya concluidos, nos habíamos visto a nosotros mismos como una especie de The Magnificent Seven, es decir Los Siete Magníficos.
Los defensores de lo antiguo, de hacerlo como siempre, del hacerlo “a mano”, estaban ya fuera de combate, despedidos, jubilados o en sus cuarteles de invierno. Arrinconados allá en algún departamento periférico de las empresas donde habíamos estado. Quizás viéndolas venir, lamiéndose sus heridas o quién sabe si esperando una nueva oportunidad de oponerse otra vez a todo lo “moderno”, a lo que acabábamos de informatizar.
Por mi parte creo que no debí permanecer, ya solo, en una de aquellas empresas, que habían sido auténticos escenarios de magia informática. Porque en aquellos años era esa la percepción que tenían los usuarios de aquellos lugares llenos de oficinistas. Estos en muy poco tiempo habían pasado de usar el manguito para meter la documentación en sobres a, no sin cierta angustia, vigilar las luces del modem que mandaba esa misma información como embutida por aquella maraña de cables.
Sin proponérmelo acabaría haciendo al final del personaje Chico, el mejicano interpretado por el joven actor alemán Horst Buchholz, en la película, The Magnificent Seven. El tal Chico al concluir se queda en el pueblo con la joven mejicana y termina conviviendo con la gente del pueblo.
Al igual que sobre el desierto al sur de Rio Grande vendrían las sequias, la langosta y los bandidos, sobre nuestra empresa, vendrían las crisis, las absorciones, los nuevos programas y las máquinas de ahorrar trabajo, es decir de cortar cabezas. Me convertí entonces en un simple superviviente del día a día.
Los empresarios que no solían tener ni idea, ni ganas de tenerla, en cada momento de esas crisis, confiaban en mí. Gracias a ello me había ido defendiendo, encubriendo mis torpezas para, al fin y a la postre, asegurar un sueldo todos los meses.
Así empecé cada vez más a implicarme en tareas de planificación, que nada tenían que ver con lo técnico. Y así algo empezó a no ir del todo bien.
Aparentemente en general, parecía que mejorábamos conforme lo hacían aquellos polígonos destartalados. Pero quizás, en algunas de nuestras empresas, era como si solo se hubiera cambiado el viejo y leproso ladrillo visto amarillo, por otros materiales de recubrimiento aún más frágiles y superficiales.
En su interior, las relaciones de trabajo estaban transformándose. Las constantes reestructuraciones y los planes de externalización eran más frecuentes. Ante tareas cada vez más estandarizadas, la hormiguita productora era más fácil de sustituir.
Algunos iban tomando la costumbre de mejorar su rentabilidad, ya no tanto abriendo mercado o economizando en materiales, sino revisando de forma implacable lo que hasta al momento se había considerado como algo a parte.
Esa cuestión a resguardo, o por lo menos en otro nivel de posible cambio, era el coste de personal. Dicha partida, aunque ahora parezca ciertamente increíble, había estado hasta entonces, en nuestro ingenuo país, en otro estatus. Un poco más a salvo en cuanto a recortes.
Y empezó también a ser como si, al marcharse los Magnificent Seven, los del pueblo hubieran decidido formar una milicia y, al hacerlo hasta el extremo, pretendieran expulsar del poblado a todos los que dispararan algo desviado. Como si quisieran quedarse con un pueblo de pistoleros, relegando las demás virtudes como la experiencia y la perseverancia en labrar la tierra o su destino. Virtudes que yo, en secreto, ahora admiraba por encima de tanto bluf tecnológico en el que me había visto obligado a participar.
Desaparecieron aquellos tiempos en los que las empresas salían adelante o se hundían como gloriosos galeones. Cuando, salvo excepciones, sucumbían con las plantillas más o menos inalteradas como si fueran parte de los muros de la entidad. O, al menos, se pensaba en recortes solo en esos momentos de extrema crisis.
No, el reajuste mismo comenzaba ya a convertirse en una constante oportunidad de negocio. Responsables de departamentos clave, verían cómo solo podrían ya aportar su “saber hacer” en tareas que, en su mayoría, habían sido informatizadas o externalizadas.
Los enviarían con el tiempo a nuevos despachos enmoquetados, en naves forradas de mármol, que en algunos casos parecían lujosos puticlubs de carretera, sí. Pero donde era posible que un señor traído de la central, encargado de hacer esa clase de trabajos sucios, les mostrara una hoja de cálculo, y les contara cómo habían pasado de ser solidos pilares, a representar una amenaza para el futuro de la empresa.
Aquella mañana, la luz era tenue y calor sofocante. El cielo andaba encapotado a trozos. Parecía el presagio de algo que iba a romper el guion. Como el manto de nubes que se podía contemplar por el ventanal de la oficina, y que el sol se disponía cuartear.
—Es usted muy bajo —me dijo bajando mi silla regulable, mientras contemplaba los informes.
—Estoy en ello —creo que le contesté poniendo cara a lo Bogart, en “Sueño eterno”.
Ese tipo, Andrés Bustelo, me daba la espalda, sentado en mi despacho, mientras yo permanecía de pie. Era el típico comentario chusco degradante, que tantas veces había visto al comienzo de las ejecuciones, en las que a veces yo ejercía de utillero informático. Esta vez venían a por mí.
Iba a ser víctima del último recorte, de una larga restructuración que había durado meses. Es como si esta vez me tocara hacer de Charles Bronson, Bernardo en la última escena de acción de The Magnificent Seven, en la que una postrera bala perdida acaba con el pistolero. Ni siquiera John Sturges, el director, se había esforzado en esa escena, después de tantos desafíos, en mostrar quien la había disparado. Humillante.
Creo que por eso, por esa rabia, un poco por tirar del cable del proyector antes de que acabara la película de manera tan injusta, empecé a apretar con fuerza una cinta grande de streamer que tenía sobre la mesa, y a imaginar otro final.
Y ahí estaba, de repente, el pijo de Andrés Bustelo. Yaciendo con su traje de Hugo Boss con su espalda sobre la moqueta. Esa moqueta que tantas veces había contribuido yo a señalar con las patas de equipos, que jamás el chupatintas del tal Bustelo podría haber tan siquiera imaginado. ¿Por qué no impartirían a la gente que venía a cortar cabezas, algún conocimiento sobre el departamento al que mandaban limpiar?
“Es usted muy bajo”.
¿En serio? ¿Así quería comenzar su pequeño auto sacramental contra mí?
Como castigo a su zafiedad, ahora ahí se encontraba Bustelo, boca arriba, con las gafas sin montura descompuestas por la caída. Como la careta del robot que interpretaba Yul Brynner en “Almas de Metal” de Michael Crichton.
Diría que el golpe en la cabeza se había producido por que una cinta se habría resbalado de la estantería que teníamos a nuestra espalda. Aunque en realidad no teníamos ningún estante detrás. Yo la colocaría en ese lugar, aprovechando la inconsciencia de Bustelo, y seguro que él no recordaría la distribución del despacho.
La idea otra vez me la había inspirado mi querida moqueta, que era como una especie de biografía “agujeril” de huellas que había dejado mis andanzas por el despacho en todos estos años. En ella estaba marcada la posición anterior de la estantería, justo a la espalda de la silla.
Entonces me imaginé a mí mismo, como tantas veces, haciendo el estúpido. Cambiando a cámara rápida las cintas al suelo, moviendo la estantería metálica a su vieja ubicación y volviendo a poner las cintas en su sitio. Y todo mientras recibía a buen seguro llamadas de consulta por teléfono y con el cuerpo inconsciente de Bustelo, por medio. Quién sabe si tendría entre tanto que darle algún golpecito de refuerzo para que no se despertara antes de tiempo.
Lo peor que podía pasar era que me descubrieran, pero bueno a nadie le sorprendería, un nuevo informático al que se le había ido la pinza.
Pero entonces pasó por mi mente, como una estrella fugaz, toda mi existencia, y asumí lo estúpida y ridícula que había sido a veces, por tal de sobrevivir. Tal como podría ser la escena que estaba a punto de interpretar. La de tonterías que había hecho por perdurar, y las decisiones equivocadas que estas habían provocado llevado por el stress y la ansiedad.
Decidí entonces darme un poco de paz. Dejar que me mataran como al duro y la vez tierno Bronson.
Volví a la realidad, o quizás tan solo cambié de rollo de película. Ahora veía nuevamente el cogote Andrés Bustelo mientras disparaba con rotulador amarillo en mis pecados, por fin destapados.
Imaginé la compasión de Teresa o quizás la de Antonio, viejos administrativos de la sala de ahí fuera, compañeros en estos últimos años. Quizás, después de que pasara todo, al quedarme otra vez solo, desde ahí fuera, adivinarían por el cristal en mi cara el desastre.
A caso vinieran, como al agonizante Bronson acudían, en el último momento de la escena, los niños del pueblo con los que había congeniado su personaje Bernardo, a decirle:
—Sí, Bernardo, tú siempre has sido uno de los nuestros.
Teja de Papel
-Bases y relatos recibidos-
