Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón


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VOLUTAS DE HUMO,
de Inmaculada Solís Mora

Diez años, diez, llevo viendo un antebrazo, y su respectiva mano que asoman en el alfeizar de una ventana del bloque de al lado, sin saber a qué cuerpo pertenecen. Diez años viendo esa mano, cada mañana y cada tarde, sosteniendo un cigarrillo durante un tiempo aproximado de veinte minutos. Es una mano masculina, es lo único que sé con certeza. Resulta apasionante ver las volutas de humo ascender y diluirse lentamente hasta perderse en la pared de patio. Es una obra de arte tras otra la que perfila ese extraño con el humo. Por esa ventana también se escuchan voces, más altisonantes de lo necesario, del posible dueño de la mano fumadora y de una supuesta señora que hace subir los decibelios en su garganta a niveles extraordinarios, con una soez lingüística que no creo que nadie merezca. Claro que a saber cómo será el dueño de la mano fumadora, que no hay que fiarse de nadie. Pero a lo que iba. El movimiento de dicha mano es elegante y con una cadencia de galán de cine que me tiene cautivada..

Su rutina me ha contagiado hasta tal punto que si no puedo verlo cada día, procuro estar atenta por si algún fin de semana se queda en casa. Se ha vuelto para mí una obsesión tratar de descubrir a qué cuerpo corresponde esa mano. Cómo serán sus ojos. Qué labios darán forma a las volutas de humo que se desvanecen lentamente en el aire. Tiene que ser un hombre especial. Lo imagino de rasgos finos, serenos, mirada penetrante, pensamientos fuera de lo común…Cientos de atributos van dando forma a este ser que me tiene en ensueño permanente. Son tantas las preguntas que me vienen a la mente que cada vez paso más tiempo en mi ventana. Siento una profunda rabia cuando el humo, sinuoso, lento, se impregna de los gritos de ambos. No puedo armonizar la belleza que es capaz de crear con los sonidos que salen de su boca.

Cuando voy de compras por el barrio, intento encontrar esa mano. Observo detenidamente a todo aquel que saca dinero o tarjeta para pagar. Es del bloque de al lado. En algún momento seguro que me lo he cruzado por la calle. ¡No pienso rendirme hasta saber quién es!

Con unos prismáticos he conseguido observar detenidamente ese antebrazo y esa mano. Tiene la piel morena, y bastante vello. Sus dedos son largos y ceremoniosos. Por la longitud del antebrazo debe ser un hombre alto. Espero que con esas pistas le acabe poniendo cara.

Unos cambios me han sacado de mi ensueño y me han colmado de preocupación. Ya no fuma las dos veces diarias que forman parte de su ritual. Aparece de cuando en cuando. Fuma cada vez menos. Su mano ya no tiene esa cadencia suave, esa elegancia tocando el cigarrillo. La mano está tensa, y apenas se dibujan formas con el humo del tabaco. Hay días que, incluso, tira con rabia el cigarrillo casi entero al patio.

Es urgente encontrar al dueño de esa mano antes de que sea demasiado tarde.

La realidad se ha desvelado de forma brusca e inconveniente. Estaba comprando pan y de pronto entró una pareja. Ella, ella, sí, reconocí su voz, saludo. Él, no pronunció palabra. Solo asintió ante un estúpido comentario de ella diciendo a la panadera que vendrían más tarde a recoger unos dulces, pues con algo tendrá que soportar “este”, la ansiedad de haber dejado de fumar. Se me hundió el mundo bajo mis pies. Allí estaban los dos. Ella con un gesto rabioso en su boca, un exceso de arreglo para ir de tiendas por el barrio, y una falta de modales, que mejor no seguir. Él, mi él, mi inimaginable él, no era alto, no tenía ningún rasgo físico digno de resaltar, y también sus modales dejaban mucho que desear. Cómo un ser tan corriente, podía hacer esas obras de arte con el humo del cigarro. Me sentí como barco a la deriva. Salí de la tienda precipitadamente y me olvidé de coger el pan del mostrador.

No he podido superar esa costumbre que desde hace diez años entretiene mi mirar. Añoro los diseños de volutas en el aire y la cadencia de esa mano día tras día. Mi vida se ha convertido en un desasosiego constante. No he tenido más remedio que tomar una determinación ante mi creciente desesperación: he decidido volver a fumar.

Cada día, a la misma hora que él fumaba, mientras diseño concienzudamente cada voluta de humo que sale de mi boca, sueño, que quizá me esté mirando y sea él, ahora, quien viva, cada día, el enigma de pensar quién habrá detrás de esa mano, y qué labios moldean esa belleza, deslumbrante y fugaz.

Inmaculada Solís Mora




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